Sí, lo confesamos, nos parece no tener derecho a bloquear nuestras charlas de los viernes de Oberá del ayer, pese a todo, con derecho o sin derecho, nos pusimos a escarbar nuestro ubérrimo archivo donde nos hizo un guiño cómplice una nota, una verdadera joyita que nos permitimos compartir placenteramente y sin fricciones con los que nos leen y, por otra parte, podría significar una explicación de porque tantos inmigrantes, los muchos que vinieron de largas distancias, se afincaron definitivamente en esta tierra roja.
Se trata de un artículo que Horacio Quiroga escribía para el diario La Nación el jueves 1º de enero de 1931 (hace la friolera de 87 años) que tiene la virtud de exacerbar nuestro interés y seguramente el de ustedes, tratando de explicarse y explicarnos los secretos que transforman esta tierra misionera en un poderoso polo de atracción que cautiva vidas que –de paso y por si acaso- llegaron de aquí, de allá y de más allá, a la par que nos describe, con esa literatura-detalle-historia envuelta en amenidad la esforzada y casi dantesca lucha contra la selva que los colonos misioneros –entre quienes reconocemos a los de esta tierra colorada- hicieron frente a ciclópea tarea de colonización que tanto exaltamos en nuestro quehacer histórico regional.
No es trabajo fácil elegir de entre tanta prosa señera lo más fuerte, ya que el escrito y la fotografía (rotograbado de lujo gráfico del ayer) del Puerto de Posadas que la acompaña, lleva toda una página del entonces diario “sábana”.
“El territorio nacional de Misiones y algunas de sus zonas más características han prestado su escenario para el desarrollo de más de un relato que en el recién llegado a aquella región ha sufrido y continúa sufriendo sobre su destino el ensalmo que el suelo, el paisaje y el clima de Misiones infiltran en un individuo hasta abolir totalmente en su voluntad toda tentativa de abandonar el país”
“Cuentan en primera línea y sólo para una péquela zona del litoral, dos personajes de distinta índole, francés el uno, criollo el otro. El primero de éstos había llegado un tiempo atrás a la capital del territorio con un cargo perfectamente determinado: tenedor de libros de una de las grandes casas de Posadas. A pesar de ser aún muy joven su gran conocimiento del Debe y el Haber, augurábale próspero y rápido porvenir en la plaza. No tenía flaqueza alguna, antes bien sus virtudes chocaban casi por la intensidad de su puritanismo.
“Remontó un día de fiesta el río para distraer los ojos y habiendo echado pie a tierra en una gran ensenada boscosa, se detuvo allí por breves horas, mientras sus compañeros de excursión proseguían en lancha hasta el puerto de destino.
“El empleado de comercio vio o no cosas que le interesaban, todavía se ignora. Pero lo que se sabe es que en vez de regresar al crepúsculo con la lancha, pidió que le dejaran unos cigarrillos… Y todavía está allá el tenedor de libros, en la ensenada boscosa, hace cuarenta y cuatro años, ha muerto en 1924.
“Este típico se repite tiempo después en la persona de un ingeniero egresado de la Universidad de la Plata, joven de abolengo, cuyo porvenir, por cierto, esplendía más fulgentemente que el del tenedor de libros. También llegó, él, con una carpeta de anteproyectos a descansar el espíritu por unos días al contacto de la selva… Y en los treinta y tantos años transcurridos, desde ese momento, no ha abandonado el lugar ni escrito una carta.
“(…) Ninguno de ellos, desde luego, basta por sí solo para explicar el hechizo de Misiones, ni su suelo accidentadísimo (la región cordillerana los posee con mayor envergadura),, ni su selva copiosa, ni su fauna, ni su flora, ni su sol, ni sus noches adquieren intensidad tal que den razón de aquella. Algo más existe, sin duda,: un encanto capital que enlace estos elementos, en una sola fuerza viva de seducción. Este algo es el clima de Misiones, fuerte y sedante, enérgico y dulce, no superior tampoco a otras zonas subtropicales, pero allí, prohijado por el terreno, por la selva y el régimen de lluvias, cobra un esplendor particular”.
Y mientras nos admiramos de la manera sutil profesional-periodística que impuso Quiroga en sus relatos lo que para nosotros se multiplica ya que en gran parte de su obra no logró apartarse del gran embrujo que lo aprisionó a este suelo misionero, lo seguimos leyendo.
“Las grandes variaciones de clima son su régimen. Puede pasarse en verano con gran facilidad de 38 grados a 18, por poco que una tormenta del sur barra en media hora con la pesadez de la atmósfera, sostenida como un toldo asfixiante desde tres días atrás Se anhela a 40 grados bajo el aire enrarecido y se tirita media hora después.
“A la congelación del campo en invierno en las contadas noches de helada, sucede brevemente un gran esplendor cálido, sin una nube en el cielo ni un soplo de aire en la tierra. El paisaje entero resplandece, de luz, calma y hálito primaveral. Al caer la tarde el termómetro comienza también a caer velozmente, al punto de poderse seguir a simple ojo el descenso del mercurio. En pocas horas más el paisaje comienza a aterirse de nuevo, el rocío a escarcharse y así no es extraño observar con pasmo en algunos inviernos muy crudos, como el de 1915, bajas inferiores en varios grados al punto de congelación”.
“En 1907 cuando se incoaba con ardor el cultivo de la yerba mate, una tierna plantación de esta especie se vio sometida durante setenta y dos días consecutivos al tormento de una sequía total El mismo rocío compensador faltó en ese mismo plazo de tiempo. Nada quedó del yerbal. El cuello de las plantas, a ras de la arena, estaba literalmente quemado en círculo, como al contacto de un aro al rojo.
“A los paraísos terrenales, pues –Misiones es uno de ellos-, alcanza también la maldición original: la naturaleza es demasiado bella, la tierra demasiado feraz, el clima demasiado dulce, para que de pronto no surja un fantasma sombrío (heladas extremas, lluvias diluvianas, sequía atroz) a recordarnos que la vida, aunque en Misiones, no vale, sino cuando hay que conquistarla duramente”.
“La fauna menor del territorio las alimañas peligrosas o molestas, apenas cuentan allí donde el hombre y su horizonte, sus animales, sus semillas y su incierto porvenir, no conocen enemigo más sórdido y lujurioso y extenuante que la vegetación misma. La selva se halla ante el hombre en función constante de repulsión y rechazo. Lo que no puede expulsarlo lo absorbe. Basta la más insignificante desidia de parte del hombre en esta lucha sin cuartel para que la selva tienda como serpiente sus tentáculos y recobre en una sola noche –puede decirse-, el terreno ganado palmo a palmo por el machete, el hacha y el fuego.
“Como en los primeros días de la naciente humanidad, el fuego asegura aún y alienta en la selva la vida del que lo enciende.
“Durante largos meses ese hombre ha vivido miserablemente de lo que la naturaleza esquiva ha podido depararle: miel silvestre, cogollos de palma, caza, mas acechada que lograda. Tal vez llevó consigo un poco de harina y porotos; pero no más. En el transcurso de ese invierno ha picado, cortado y derribado, sin despegar una sola vez los labios, una hectárea de bosque. Cuando los primeros días de sol franco secan suficientemente las ramas repicadas, el hombre prende fuego a su rozado. A través de la humareda densísima y amarillenta que en las zonas bajas de la hoguera se esponja y fluctúa sin decidirse a ascender; más allá de las altísimas lenguas de fuego que lamen y hacen estallar a su contacto la fronda aún en píe, el hombre de vanguardia ve ya el negro páramo cargado todavía de grandes troncos y gajos carbonizados, pero en cuyo fondo sombrío albean sinuosas líneas de ceniza, índice de prosperidad. Con la primera lluvia su siembra quedará efectuada y las últimas brasas extinguidas”.

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Categorías: Columnas de Opinión
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