…fueron muchos pasos los que dimos
Año tras año, siempre recuerdo… y no sabría explicar por qué, pero en esta oportunidad, con un poco más de intensidad.
Al poco tiempo de terminada la Segunda Guerra Mundial, llegó al Puerto de Génova el Primer transatlántico italiano, que había quedado en el Puerto de Buenos Aires al estallar el conflicto. En él llegó mi hermano Francisco, que no veíamos desde su emigración en el año 1930. Digo «veíamos» porque, con el estallido de la Segunda Guerra Mundial, terminaron las noticias de los emigrados. Antes de la Guerra teníamos numerosas noticias de nuestros familiares emigrados, porque mi mamá escribía todas las semanas cartas a sus hijos «Luis y Francisco», que estaban «allende los mares», en Argentina, con mi tío David, hermano de ella.
Recuerdo que mamá tenía en nuestra confitería el listado de los barcos de las varias líneas marítimas entre Génova y Buenos Aires, con sus fechas de partida y de llegada.
Mi hermano Luis (Gitto) había ido a visitarnos y al poco tiempo, en 1939, mi papá vino a Argentina a visitar a sus hijos y a su cuñado David, que entonces estaba en Córpus con Luis; mientras Francisco estaba en Oberá. A papá no le gustó esta división familiar; además estaba seguro que «el futuro» estaba en Oberá. Así que antes de volver a Italia reunió a la familia en Oberá.
Era 1939, Hittler ya estaba invadiendo Europa y la Italia de Mussolini era su aliada.
Mi padre, como todo el mundo, no pensó que estábamos al margen de una conflagración mundial: volvió a Italia en 1939, y en el ’40 Italia entró en guerra al lado de Alemania.
Yo tenía entonces 17 años y cursaba el último año del Magisterio. En 1942, aprobado el examen de ingreso, entré en la Universidad de Génova, donde en 1947 me doctoré en Letras Clásicas y pasé a la Universidad Católica de Milán para perfeccionarme en Filosofía.
En ese año, mi hermano Francisco volvió a Italia, con el primer vapor italiano de línea, que había quedado anclado en Buenos Aires durante los años de la Guerra Mundial.
Antes de volver a América mi hermano Francisco me invitó a venir a conocer esta tierra generosa y rica, que ya era, para todos los inmigrantes, la segunda patria.
La ocasión se me presentó muy pronto: una invitación al Primer Congreso Mundial de Filosofía, que se realizaría en Mendoza. Pedí la autorización en la dirección de la Universidad Católica de Milán y vine en un aéreo que realizaba el viaje inaugural de Italia: Roma-Buenos Aires.
Buenos Aires me pareció algo maravilloso: Iglesias con sus torres campanarias, vitrales intactos, casas enteras, calles sin agujeros, pan blanco, trozos de carne en la basura, negocios abiertos y llenos de mercadería. Creo que, sin quererlo claramente, fue allí donde decidí volver algún día y vivir, sin el ruido infernal de las bombas y el silbido de las alarmas.
Llegado a este punto, se preguntarán seguramente a qué viene esta serie de recuerdos después de tantos años, muchos de los cuales seguramente ya habían oído en otras oportunidades; en alguna reunión entre amigos argentinos o inmigrantes en las noches de luna llena tomando mate amargo.
El punto aquí es que en todo este tiempo seguía intacta la idea de dedicarme a la docencia. Estando ya en Oberá y trabajando en la Casa Italiana, un día se presentó a buscarme un joven pelirrojo, que atendí en el mostrador; él se presentó serio con estas palabras: «Yo soy Arturo Gastaldo, recibido en la Universidad de La Plata y quiero abrir una escuela de artes en Oberá». Creo que lo miré con la boca abierta, porque a él no lo conocía y yo no soy artista plástico para nada, pero volver al contacto con los alumnos me encantaba y me oí contestar: «Qué bueno ¿Cuándo empezamos?»; y volviendo a la realidad le dije: «Venga a mi casa para que usted me explique bien de qué se trata».
En Milán, cuando estudiaba en la Católica, había seguido los cursos de Historia del Arte en la Academia de Brera; pero de allí a organizar una Escuela de Artes desde sus raíces, me parecía sino imposible, por los menos una locura.
De todas formas Gastaldo estaba allí, esperando mi respuesta.
Lo hice pasar a mi escritorio y allí me explicó que realmente no pensaba por el momento en una Escuela de Arte, como las hay en las grandes ciudades, sino en una escuela donde se pudiera usar artísticamente el barro misionero, o sea una «escuela de cerámica».
La cosa me pareció más factible. Lo importante y más difícil era encontrar el lugar y la gente para que acompañaran al ideador.
Este papel de consejera me encantó y enseguida organizamos el orden del trabajo: primero: conseguir el lugar donde trabajar; segundo: conseguir el permiso de las autoridades competentes; tercero: encontrar a personas que conocieran la técnica del trabajo. Ante todo el profesor Arturo Gastaldo, presentó el proyecto al Gobernador de Misiones: César Napoleón Ayrault, quien, aconsejado por la Supervisora General de Educación doña Ada Warenycia, dio el visto bueno a la obra.
En cuanto al lugar; se consiguió, gracias al Director de la Escuela Nº 185, don Eudoro Aguirre, el uso de la cocina, que nunca se había usado como tal.
El profesor Gastaldo presentó a las autoridades competentes el plan de estudios para una carrera de cuatro años; a medida de que se daba inicio el dictado de una determinada materia, se incorporaba un nuevo profesor; yo entré a actuar como docente en el tercer año.
Las materias teóricas se podían dictar en cualquier espacio libre, pero el trabajo con barro necesitaba espacio; así comenzó el peregrinaje de un lugar a otro hasta la construcción del edificio nuevo en la calle Carhué 832, ya con el nombre de Facultad de Artes. Yo misma, jubilada como Profesora Emérita, seguí enseñando en el 4º y 5º años en un aula al lado del galpón de los ceramistas hasta hace dos años.
Hoy me siento feliz al celebrar otro día del Docente Universitario, este 15 de mayo, y sobre todo, de haber podido formar parte de un cuerpo docente que siempre luchó para llevar adelante una Facultad. Siento dicha de ser docente universitaria y haber contribuido a formar seres humanos en su totalidad.
Para mí, todos los pasos, fueron y son importantes en este trabajo formativo, cualquiera sea el campo donde el individuo desarrolle su actividad. Pienso que la formación del individuo de esta época debe ser respetándolo, no globalizándolo; y debería ser el deber fundamental de todo Docente Universitario.
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