De entre las joyitas que tenemos en nuestra biblioteca se halla un libro que tiene una particularidad, el tiempo se ha llevado sus tapas por lo que no se sabe el nombre de su autor ni la fecha de su edición, sin embargo en los relatos que pasaremos a reproducir se puede advertir que el autor fue testigo- y lo manifiesta- de circunstancias históricas que se vivieron por los años de 1840 en adelante, por ello corresponde lo de joyita de biblioteca.
Siempre reiteramos que la historia está concatenada con los procesos socio-políticos que vive el entorno en que suceden y va mucho más allá, ya que los mismos, en muchas oportunidades, son la resultante de ideologías, actitudes y temperamentos que se originaron más allá de los mares.
Hemos seleccionado de entre los más variados, dos temas sensibles en tiempos democráticos como estos próximos al balotaje, oportunidad en que el pueblo (gobernados y gobernantes) al menos pretenden y así lo declaman, terminar con las discriminaciones raciales, sociales o lo que fuere, algo muy plausible y por demás imprescindible para que se pueda encarar con mayor propiedad no solo la unidad, sino también y con decoro, el progreso.
Entre esos temas que expone el autor-editor, primeramente se tendrá la oportunidad de conocer el juicio de valor que la generación hispano-franco-inglesa-porteña del Siglo XIX, con relación a los aborígenes, en un fragmento que no tiene desperdicio en cuanto hace a calar en profundidad el sentimiento que aquellos indios de la extendida pampa le producían.
Nos estamos refiriendo a la gente del país real que prácticamente solamente conocían y que poco y nada tenía que ver con la idiosincrasia de un interior “montonera” al que intentaban manejar unitariamente, acunándose en un oleaje que recalaba en su puerto de Santa María del Buen Aire.
En el seleccionado trozo siguiente serán dos los personajes con los que se presentan al lector y que le servirán para el análisis de un tiempo y su gente que enervaron a esa facción portuaria: Buenos Aires y sus negros y Buenos Aires, Rosas y sus negros.
“En las tribus bárbaras de nuestras pampas hemos tenido la leyenda hasta ahora poco, de su estado primitivo, y quizás la tenemos todavía en lo que queda de sus toldos por los extremos del sur, y en los centros solitarios del Chaco Hualampa. Es de ver la animación y el énfasis con que peroran cuando se exaltan en alguna fiesta de la tribu.
“En 1840 he tenido ocasión de presenciar una escena de esta clase. Vino a Córdoba, donde yo estaba, una embajada de 28 caciques y capitanejos a tratar de paz y pedir regalos. Se les preparó un banquete de cuatro yeguas y dos o tres cuarterolas de aguardiente. Se les encerró en un corral y se les quitó las armas, a lo que ellos accedieron en precaución de los excesos de borrachera. Provistos cada uno de ellos con el tallo hueco de una paja fuerte que les servía de bombilla, después de hartarse, se echaron sobre la bebida; y comenzó la algazara. A poco rato uno de ellos se alzó del suelo y entonó una arenga en frases mezcladas de alaridos. Nosotros presenciábamos el espectáculo desde una azotea y el lenguaraz que nos servía de intérprete nos decía que estaba hablando de sus padres. De las victorias que habían ganado, de los millares de cristianos y otros enemigos que habían degollado, de las malicias del diablo, y de las atrocidades que los cristianos habían cometido con sus mujeres y sus hijos. En algunos períodos del discurso, que parecía cantado por la entonación, el orador intercambiaba aullidos feroces, y los demás aullaban con él hasta que uno tras otro comenzaron a caer en tierra completamente ebrios. No hay raza ninguna europea o clásica, que en el primitivo estado de sus tribus no haya sido lo mismo y el que quiera comprobarlo que lea a Homero”.
“Decidido a llevar adelante la guerra contra el general Paz para consumar su triunfo en toda la extensión de la República, Rosas echó mano a su popularidad entre la plebe y sobre todo de los negros para organizar batallones animados del espíritu militar y político que había sabido inspirarles; y que por lo mismo eran, a la vez que soldados partidarios apasionados por su persona que no respondían sino al grito de Rosas- Del Restaurador de las Leyes.
“La Negrada: Entre las clases bajas donde Rosas era un Mahoma, es digna de atención la de los negros, que hoy han desaparecido por completo como el aspecto de la capital. Había entonces en Buenos Aires no menos de 12.000 africanos, según unos, quince mil, según otros, que no eran originarios del municipio, sino importados por los buques negreros del Brasil, que nuestros corsarios apresaban. Bajo la forma de tutela que la ley había dado a esta perniciosa inmigración de bárbaros, se les entregaba a los particulares como pupilos libertos, por plazo definido para que los utilizasen en sus quintas, chacras, estancias o familias, asimilándolos al medio social o a los trabajos rurales hasta que puedan conchabarse con libertad. A poco tiempo fue imposible persistir en este plan. Los patrones pretendían desprenderse de esta chusma; y los negros buscaron las agrupaciones de los suyos, colocándose por grupos en los eriales del ejido inculto y amplio que rodeaba la ciudad, donde hoy hay palacios y adoquinados de madera. Allá formaron un conjunto de colonias libres con el nombre de Tambos, circunvalando la ciudad de norte a sur. Se dieron organización según sus hábitos y reyes según sus usos y jerarquías que probablemente traían de sus tierras africanas. Los domingos y días de fiesta, ejecutaban sus bailes salvajes, hombres y mujeres: la ronda, cantando sus refranes en sus propias lenguas al compás de tamboriles y bombos grotescos. La salvaje algazara que se levantaba al aire, de aquella circunvalación exterior, la oíamos (hablo como testigo) como un rumor siniestro y ominoso desde las calles del centro, semejante a una amenazante invasión de tribus africanas, negras y desnudas.
“Desde que subió al gobierno Rosas se hizo asistente asiduo de los Tambos. Cada domingo se presentaba en ellos con las insignias del mando, y con los relumbrones de su uniforme de brigadier general, con su señora, con su hija, con los adulones y paniaguados de su casa. Se sentaba con aire solemne y serio al lado del Rey del Tambo Congo, del Tambo Minas, del Tambo Angola, etc. En el resto de la semana, su familia recibía a los reyes favoritos del Tambo como súbditos queridos de su imperio, pero los iba enrolando como amigos fieles en los diversos cuerpos que seguía formando. Había uno de estos, llamado el Cuarto Batallón, que tenía 800 plazas y cuyos oficiales eran todos negros con excepción del coronel. Aunque soldados, tenían puerta franca de cuartel para asistir a sus Tambos, mientras, las negras y mulatas, idólatras como sus congéneres, juraban por el héroe con el orgullo de la barbarie armada, y eran vehículos de toda clase de chismes y delaciones llevadas a la casa de Rosas contra las familias del vecindario. La señora de Rosas procedía, por ambos lados, de familias patricias de la burguesía colonial; cuya educación y cultura era bastante deficiente. Sea por eso o porque su índole activa se hubiese exaltado en el contacto con la ambición cavilosa, y con la maquiavélica astucia de su marido, la señora había tomado a lo serio su predominio político; y mientras su marido hacía el papel de esfinge retirado del trato social, y metido en lo oscuro del retrete o del corral, ella era quien se entendía con los fieles del partido, dándole la voz de orden o de las conveniencias propias del momento. Gastada así su cultura de estrado en el roce vulgar de los intereses de partido y de los seres serviles que le servían, sus maneras habían perdido poco a poco aquel continente comedido y delicado que hace exquisito (soportable al menos) el trato de una dama con ínfulas de soberana. Las mujeres de los soldados, negras, “chinas” o mulatas, tenían acceso diario hasta su persona para solicitar o para transmitir chismes y delaciones: todo cuanto pasaba en el seno del vecindario iba hasta ella por esos medios, y de ella a Rosas…”
Hasta aquí lo relatado por el autor-testigo de la época. La nota nos lleva a que pensemos en la discriminación- esa lacra social- en la sociedad y en las actitudes que el autor (vocero de una sociedad porteña de elite) colocaba en los protagonistas de los relatos y, partiendo de allí, tras una evaluación cualitativa y cuantitativa, podríamos permitirnos atar cabos que puedan explicar el origen de una sociedad argentina que así despertaba entonces al mundo.