El sábado pasado nos sentimos como en las puertas del infierno y mientras la línea del termómetro se debatía por llegar al final de su camino, nosotros, que nada podíamos hacer para frenar ese intento, agotábamos el agua utilizando todas sus variantes para amenguar en algo el calor fuera de lo normal.
Y mientras eso hacíamos o pretendíamos hacer, el coro de cocinadas chicharras en tono plañidero y casi como pidiendo ayuda, no dejaba de interpretar sabiamente todo ese repertorio que, imaginamos, estuvieron preparando durante el invierno para amenizar nuestras tradicionales fiestas del verano.
Todo el entorno se debatía semi impotente, a la vez que nuestros atribulados sesos, también con pocas posibilidades de coherencia, se contentaban con enviar su mensaje, nada original por cierto de ¡Qué calor!!!! al que algunos acompañaban con aquel abanico que utilizaban nuestras abuelas.
Esperando que todo ese cuadro dantesco vuelva a la normalidad implorábamos una lluvia que no llegaba.
Una vez más, y mediante un buen chapuzón en la piscina (pileta ¡bah!) se nos abrió el cerebro que, con la ayudita recibida comenzó a emitir mensajes que nos volvieron a envalentonar haciéndonos creer que aquello de que “no somos nada” es pura fantasía intelectual aunque, como se suele decir, la procesión vaya por dentro.
Y de ellos, y con ellos, comenzamos a anotar que ese calor desusado, ese calor infernal puede bien haber sido un mensaje que debemos atender, tanto como para darnos cuenta de que era urgente que iniciemos el balance del año y, por sobre todo nos saquemos esa tierrita del ojo que nos tuvo a mal traer y que no nos dejó ver el bosque.
Hilvanando más fino, entendimos que esa advertencia muy oportuna si de fechas hablamos, fue ubicada precisamente en la antesala del tiempo de Navidad, tiempo en que el hombre se encuentra más proclive a realizar su introspección y, a partir de allí nos fuimos a buscar al hombre en la Navidad.
Es que es evidente que la vida actual con su constante e ininterrumpido ¿ajetreo? convierte al hogar en una suerte de refugio en el que, unos más, otros menos, sus moradores están por contadas horas vivas, ya que el mayor tiempo en que se lo habita se está durmiendo, único bálsamo recomendable para recuperar las fuerzas perdidas y la atención prestada en las labores diarias fuera del hogar.
Cierto es que están los fines de semanas, los días inactivos y las vacaciones, pero en ninguno de esos momentos siente tanta solidaridad familiar como en la Navidad.
Es que en la familia afloran todos los sentimientos de unidad y cariño fraternal entre sus miembros.
Es por ello, la Navidad y su significado construye un puente de amor humano, un lazo que solidifica una manera de vida, un aval de rica vigencia como para que valoremos en profundidad la vida familiar y, por sobre todo es la Nochebuena el momento de recogimiento que los cristianos atesoran como el más espléndido caudal imaginable.
Y es del caso observar como el hombre, sin advertirlo, comienza a proceder y a actuar al acercarse la Navidad, con mayor tolerancia, con mayor humildad y con espíritu fraterno.
Es que el tiempo de Navidad trae consigo al auto examen, la autocrítica y, por sobre todo, permite dimensionar la pequeñez humana que, desgraciadamente, la mayoría de los hombres olvida en la vida cotidiana, reemplazándola por esos vicios corrientes como la soberbia, la envidia, el odio, la mezquindad.
Esa pequeñez humana está dada justamente por la práctica de esos vicios, que se oponen frontalmente a la imagen de Cristo, dándose el contrasentido de que quienes los practican sin prejuicio alguno se consideran cristianos.
En este juego de la vida y por la vida, aparece la Navidad como la tregua y es justamente el tiempo de Navidad el punto de partida para que se comprenda de una buena vez que todos esos vicios, más la explotación del hombre por el hombre, más la violencia apátrida, más el sojuzgamiento económico, han traído como consecuencia un mundo hostil y carenciado, hambriento y frustrado, luchando contra los demonios que a la mejor manera del Dante, han adquirido representación, como pueden ser las armas nucleares, como lo son las enfermedades terminales.
Y se nos antoja que el hombre en la Navidad, es nuestro hombre despojado de tanta impertinencia que lo obnubila e, imbuido de las enseñanzas de Cristo, aunque sea en parte, porque no sería posible ir adecuando conductas, ir modificando esquemas y, por sobre todo ir comprendiendo que vivir en un mundo desequilibrado por más que nos toque estar sentados en un cómodo punto medio o superior, solamente nos acarreará insatisfacciones y frustraciones, cuando no desgracias.
Es necesario entonces que el tiempo de Navidad nos inspire tanto como para sentir que el hombre en la Navidad, ese hombre que, aunque sea transitoriamente, encuentre en un día la sencilla alegría de convivir con amor familiar, debe ser el modelo que nos ilumine para que se perpetúe como motor comunitario que motive a cambiar vicios por virtudes, algo que nos haga transitar con alegría el camino de la vida, ese camino que nos ofrece felicidad que debemos tratar de atesorar.

El niño en la Navidad
En esta Navidad de la segunda década del siglo XXI, estaremos celebrando el alumbramiento divino que tuvo por escenario el pesebre de Belén
El nacimiento del niño Dios, nacimiento que hizo converger entonces a los magos de Oriente hacia el lugar sagrado para comprobar esa Presencia que se venía anunciando.
Y al mencionarlo y recordar ahora el hecho trascendente que señala el inicio de nuestra era, tenemos que dejar que aflore junto a esa trascendencia, la emoción que significa observar a la familia junto al clásico arbolito navideño y desde esa visión rescatar al niño que allí, y multiplicado por todas partes, es el que vive más profundamente la celebración navideña.
Es que como lo es él, también Aquel fue un niño, un niño que nació con los Reyes Magos, esos Reyes que, humanizados, lo acompañan los primeros días de cada año nuevo.
Y se nos ocurre que tras todo esto corre un mensaje que se renueva con el nacimiento de cada niño, que es sin duda un mensaje de amor, un profundo mensaje de amor que comienza con el milagro de cada nueva vida, y que, evidentemente oímos en ese supremo momento, del que nos apartamos la más de las veces, prontamente, demasiado prontamente, desprotegiendo a ese niño, quitándole nuestro cariño, no atendiéndolo debidamente, y hasta olvidándonos de él en definitiva.
Esto sucede de tal manera que aquel mensaje de amor que dio comienzo a esa vida, que nos comprometíamos a velar para que tenga una niñez plenamente feliz, se trastoca en casos por un cruel exigencia para que este niño vele por nosotros, cumpliendo las tareas más ruines.
Curiosa es la actitud del hombre que, en casos, sabe proteger al pequeño animalito, a la pequeña plantita y que olvida hacerlo con sus propios niños.
Por eso en esta Navidad no podemos sino señalar con tristeza a los chicos en situación de calle, librados muchas veces a su destino, chicos a una edad en que los mayores debían velar por ellos, y que ya deben enfrentar las mil y una dificultades de la vida para poder subsistir y, junto a ellos, otros que lo tienen todo, menos amor y que deben formarse junto a otro tipo de soledad.
Bueno sería que el espíritu navideño que nos anima en estos días nos haga reflexionar para que de una buena vez nos ocupemos en cada hogar de nuestra niñez, no con palabras grandilocuentes y de hueco cumplimiento de tácita tradición, sino con sinceridad de corazón, para que, poco a poco, se vaya modificando el tan repetido acto de atención al niño solamente cuando nos sobra tiempo o cuando queremos jugar con él como un pasatiempo.
Si además de todo lo expuesto agregamos que los tiempos que corren atentan contra la salud, la educación y la recreación de miles de niños de familias carenciadas, advertiremos el grave problema en que podría verse envueltas las generaciones del mañana.
En esta Navidad, propongámonos abandonar nuestra tradicional y displicente cultura materialista y ocuparnos un poco más de esa franja, para brindar amor a los niños y así estaremos ayudando a que haya más niños felices.

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