El domingo amaneció con una intensa lluvia, granizos y mucho viento… el fuerte viento hacía rebotar la lluvia sobre los vidrios de las puertas y ventanas, que dan la Avenida Sarmiento y también las que cierran el gran ventanal que da a la terraza del fondo.
   Como siempre en estos casos mi mente vuelve, casi por encanto, a los tiempos de mi infancia, a las orillas del mar Tirreno, en los días en que en el cielo brillaban los relámpagos, rumbaban los truenos, caían las lluvias sobre el mar agitado, los arroyos se hinchaban y las inundaciones creadas por los enloquecidos elementos, daba al todo un panorama dantesco.
   Los vientos enfurecidos arrancaban árboles y creaban vientos salidos de olas marítimas, que se levantaban y recaían como montañas espumantes, y cascadas brillantes en la playa o en las escolleras, que dividían la tierra y el mar.
   Mi pueblo tenía también su arroyo, el San Siro, que gran parte del año estaba «seco» y nosotros jugábamos en él sin ningún peligro. Pero un día un intendente, que era ingeniero, lo hizo tapar y allí empezaron los períodos tristes para nuestro torrente «San Siro», porque, sí era lindo caminar sobre la avenida que lo cubría, pero cuando llegaba alguna tempestad de tierra-mar, como solía suceder en otoño, el arroyo crecía llegando a romper la cobertura asfáltica, inundando todo el pueblo.
   Si había viento de mar, el pueblo se volvía una «Venecia violenta».
   Cuando el mar estaba tranquilo el problema era más simple, porque si el agua llegaba a la escollera que separa la ciudad del mar,  tenía fácil y rápida vía de salida por los grandes agujeros entre un escollo y otro.
   A propósito, me acuerdo de un episodio digno de ser conocido: en tiempo de la dictadura fascista no había elecciones ni nacionales ni provinciales ni comunales. El nombramiento de candidato venía de «arriba» y era aceptado sin discusión alguna. Para Santa Margherita, mi pueblo, fue elegido a un fascista de Milán, el cual, como primera obra pública hizo tapar todos los agujeros de la escollera, así que las grandes lluvias no tenían vía de salida al mar. A menudo el pueblo se inundaba con violencia y peligro.
   Un día mi papá fue a la Municipalidad para protestar y alertar del peligro al Podestá, el cual le contestó que en el Gobierno del pueblo no había «cabeza de idiota» y siguió el trabajo.
   Pasado el verano, llegó el período de la lluvia violenta y continua; el arroyo San Siro, no encontrando el desagüe en el mar, inundó violentamente el pueblo.
   Casualmente el Intendente pasaba frente a la confitería de mi papá, y él, que estaba en la puerta lo saludó, y le dijo: «Señor síndico: ¿no decía Ud que en el Municipio no había cabeza de idiota?».
   Mamá tembló de miedo, pero el otro miró fijo a mi papá y dijo en voz baja: «Disculpe». Inmediatamente mandó abrir lo que se había tapado y todo tornó a la normalidad.
   Vino la guerra, que duró cinco años y después del desembarco de los aliados ingleses y americanos en el Sur de la península empezó el largo camino hacia el Norte de las Tropas inglesas y americanas. Las playas se despoblaron, los mares estaban poblados de bombas marinas; tanto que poco a poco fue imposible pescar ni con pequeñas embarcaciones ni desde las escolleras cerca del mar.
   En el último período bélico no se podía pescar ni en los ríos ni en los lagos.
   Pero había que sacar del agua todos los elementos mortíferos, y esto llevó tiempo, a pesar del intenso trabajo de los especialistas.
   Fue por mi historia vivida que aun me emociona, a pesar de haber pasado ya más de 70 años.
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Categorías: Columnas de Opinión

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