Hoy en Italia y en el mundo se celebra la Ascensión de Jesús al cielo, sucedida cuarenta días después de la Pascua. Contemplamos el misterio de Jesús que sale de nuestro espacio terreno para entrar en la plenitud de la gloria de Dios, llevando consigo nuestra humanidad. Nuestra humanidad entra por primera vez en el cielo. El evangelio de Lucas nos muestra la reacción de los discípulos delante del Señor que «se separó de ellos y era llevado al Cielo». No hubo en ellos ni dolor ni desorientación, sino que se «postraron delante de él, y después volvieron a Jerusalén con gran alegría». Es el regreso de quien no tiene más el temor de la ciudad que había rechazado al Maestro, que había visto la traición de Judas y a Pedro que le renegaba, la dispersión de los discípulos y la violencia de un poder que se sentía amenazado.
Desde aquel día para los apóstoles y para cada discípulo de Cristo fue posible habitar en Jerusalén y en todas las ciudades del mundo, inclusive en aquellas más golpeadas por la injusticia y la violencia, porque encima de cada ciudad está el mismo cielo y cada habitante puede levantar la mirada con esperanza. Dios es hombre verdadero y su cuerpo de hombre está en el cielo, y esta es nuestra esperanza, es el ancla nuestra que está allá y nosotros estamos firmes en esta esperanza si miramos hacia el cielo. En este cielo habita aquel Dios que se ha revelado tan cercano que tomó el rostro de un hombre, Jesús de Nazaret. El se queda para siempre, es Dios-con-nosotros. Recordemos esto, Emanuel, ¡Dios-con-nosotros! y no nos deja solos. Podemos mirar hacia lo alto para reconocer delante de nosotros el futuro. En la Ascensión de Jesús, el Crucificado Resucitado, está la promesa de nuestra participación a la plenitud de vida junto a Dios. Antes de separarse de sus amigos, Jesús refiriéndose al evento de su muerte y resurrección les dijo: «Ustedes son testigos de todo esto». O sea los discípulos, los apóstoles son testimonios de la muerte y de la resurrección de Cristo y ese día también de la Ascensión de Cristo. Y de hecho, después de haber visto a su Señor subir a los cielos, los discípulos volvieron a la ciudad como testimonios que con alegría anuncian a todos la vida nueva que viene del Crucifijo Resucitado, en cuyo nombre «será predicado a todas las naciones la conversión para el perdón de los pecados». Este es el testimonio -hecho no solo con palabras pero también con la vida cotidiana- que cada domingo debería salir de nuestras Iglesias para entrar durante la semana en las casas, en las oficinas, en las escuelas, en los lugares de reunión y diversión, en los hospitales, las cárceles, las casas, para los ancianos, en los lugares abarrotados de inmigrantes, en las periferias de la ciudad.
Este testimonio tenemos que llevarlo cada semana: ‘Cristo está con nosotros, Jesús subió al cielo, está con nosotros, Cristo está vivo’. Jesús nos ha asegurado que en este anuncio y en este testimonio seremos «revestidos por la potencia de lo alto». O sea con la potencia del Espíritu Santo. Aquí está el secreto de esta misión: la presencia real entre nosotros del Señor resucitado, que con el don del Espíritu sigue abriendo nuestra mente y nuestro corazón, para que anunciemos su amor y su misericordia también en los ambientes más hostiles de nuestras ciudades. Es el Espíritu Santo el verdadero artífice del multiforme testimonio que la Iglesia y cada bautizado dan al mundo. Por lo tanto no podemos nunca descuidar el recogimiento en la oración para alabar a Dios e invocar el don de Espíritu. En esta semana que nos lleva a la fiesta de Pentecostés nos quedamos espiritualmente en el Cenáculo, junto a la Virgen María, para recibir el Espíritu Santo. Lo hacemos también ahora en comunión con los fieles que se han reunido en el Santuario de Pompeya, para la tradicional súplica». (Papa Francisco, Regina Coeli, 8 de mayo de 2016).
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