La fecha, que hoy queremos recordar, ya que generalmente ahora pasa desapercibida, pero que fue en un tiempo muy recordada y homenajeada, porque indicaba la partida en soledad hacia lo eterno de un personaje genial, que supo dominar Europa con su capacidad guerrera, y enriquecer a la Francia post-revolucionaria con un imperio único y del cual sólo Alejandro Magno y Julio César se pueden considerar predecesores. Aún hoy, quien visita París no puede irse sin haberse arrodillado, en el silencio de la Iglesia de los Inválidos, delante de la tumba que contiene las cenizas de Napoleón, muerto el 5 de mayo de 1821 en una solitaria isla del Atlántico: Santa Elena.
Como si fuera un rito, cada 5 de mayo yo vuelvo a recitar para mí la oda de Alejandro Manzini, el mayor escritor italiano del siglo XIX, que lleva como título «Il 5 maggio» (El 5 de mayo).
Veamos ahora juntos qué pensaba este poeta, católico y romántico, del gran Emperador.
El poema empieza con un verbo lapidario, que nos golpea como un grito cargado de significación: «Ei fu» (El fue. No está más). Partió definitivamente y su ida deja sin respiro no sólo un cuerpo, sino a Europa entera.
En las dos primeras estrofas el autor nos pone en una «situación» de respetuoso silencio.
En las dos estrofas siguientes justifica su silencio anterior, cuando pululaban los falsos aduladores serviles y los detractores cobardes; y su actual necesidad de homenajear, con un canto que espera justo y eterno, al gran «relámpago», que se fue para siempre.
Comienza aquí una rápida, activa y vivaz secuela de las hazañas del Emperador guerrero.
El movimiento lingüístico se vuelve avasallador y la acentuación de las palabras llega a dar a la narración el ritmo de un ataque de caballería.
Dall`Alpi alle Pirámidi
Dal Manzanarre al Reno
di quel securo il fulmine
tenea dietro al baleno;
scoppiò da Scilla al Tanai,
30 dall’uno all’altro mar.
o sea: Desde los Alpes (conquista de Italia), a las Pirámides (campaña de Egipto); del Manzanarre (pequeño río cerca de Madrid) al Reno (que marca los confines entre Francia y Alemania), las victorias seguían infaliblemente al brillar de la batalla. Desde Calabria (Scilla) a Rusia (Tanai), del Mediterráneo al Atlántico; todo es poco para él.
De golpe esta secuencia arrolladora se para y viene la pregunta realista «¿fue verdadera gloria?». «El futuro lo dirá», dice el poeta, «nosotros sólo podemos bajar la frente al máximo creador, que quiso imprimir, en el insuperado ingenio de Napoleón, una huella de su espíritu creador».
Sigue un segundo raconto de cómo Napoleón organizó, logró sus conquistas y soportó las derrotas de Lipsia y de Waterloo, que lo llevaron a dos exilios: en la isla de Elba en el mar Tirreno, de la que volvió después de 100 días, y a la de Waterloo que lo llevó para siempre a la isla de Santa Elena, en el Atlántico.
Las últimas estrofas buscan de reconstruir la vida solitaria de Napoleón, poblada por los fantasmas del pasado, en Santa Elena, de donde la muerte se lo llevó para siempre.
El espíritu profundamente católico de Manzoni se revela en las últimas estrofas:
Son sin duda palabras que sólo un gran hombre, un gran poeta y un gran cristiano podía proferir frente a tal desesperación con profundo sentido de paz y de conciliación.
Bella Immortal! benefica
Fede ai trionfi avvezza!
scrivi ancor questo, allegrati;
ché più superba altezza
al disonor del Golgota
giammai non si chinò.
Tu dalle stanche ceneri
sperdi ogni ria parola:
il Dio che atterra e suscita,
che affanna e che consola,
sulla deserta coltrice
accanto a lui posò.
«Bella Inmortal! benéfica
Fe, habituada a los triunfos,
escribe también éste y alégrate,
qué más soberbia cúspide
a la deshonra del Gólgota
nunca se inclinó.
Tú de las cansadas cenizas
aleja toda palabra malvada:
el Dios, que castiga y perdona,
que afana y que consuela,
sobre el solitario lecho
a su lado se posó».