En esas divagaciones de medianoche-madrugada, horas en que la realidad se entremezcla con la quimera y en las que las neuronas luchan por el descanso, se nos apareció en nuestra pantalla mayor una figura traviesa que muy desenvuelta se presentó como la contemporaneidad, tal vez aprovechando ese estado tan particular en el que deambulamos cuando estamos entre despiertos y dormidos.
Sin duda prevaleció el día ante la noche ya que esa palabra, contemporaneidad se nos volvió a presentar a la mañana siguiente con lo que cobró cuerpo, lo que no logran las palabras que emitimos en nuestros sueños y que se diluyen ante nuestra desesperada esperanza de recordarlas.
Fue cuando nos vino a la memoria aquella columna que escribíamos allá por los setenta, ¿ochenta? en Pregón Misionero y que titulábamos «Rogelio, el hombre que razonaba demasiado» y empleando lógica y técnica rogeliana, con la que nuestro personaje de entonces- creyéndose émulo de los sofistas griegos- iba desarrollando sus pensamientos, comenzamos a deducir: contemporaneidad = a cualidad de contemporáneo; contemporáneo = a perteneciente o relativo al tiempo o época en que se vive.
La entidad e identidad ya confirmadas de la palabrita en cuestión, nos hizo que la tomemos en serio. Aquella feliz aparición se debió sin duda al angustioso llamado de nuestro subconsciente que, debido a su precariedad corporativa, nos lanzó esas intermitentes lucecitas, signos inequívocos tendientes a que logremos la respuesta a tanta desazón que llega a producirnos alguna conducta humana.
Quien ha seguido nuestra trayectoria editorialista, debe recordar que en muchas oportunidades hemos manifestado que el hombre es instrumento de su entorno como resultado de la sempiterna costumbre -por lo tanto abarcativa a la mayoría de una generación- de considerar que su momento de vida es original y único y, por lo tanto, para establecer conductas interesa poco el ayer y el mañana y así parece considerar que las conductas a regir deben moldearse en lo contemporáneo.
Quienes hemos vivido, seguido y hasta participado políticamente desde los años 40 del Siglo XX esta tendencia en el ser humano se fortaleció como consecuencia de los sinsabores que nos depararon las décadas del 70 y del 80, cuando, en una total amnesia de los derechos humanos, se hicieron caer los «cuasi» dogmas sociales imperantes hasta entonces, los que, bien o mal, habían regido por varias generaciones y lograron una muy aceptable cohesión social.
Sucedido lo que sucedió, aquellos hechos provocaron en el individuo la necesidad de aferrarse al «sálvese quien pueda» con su correlato de la disgregación institucional y el aislamiento, todo ello mezclado en una confusión general con pérdida de la autoestima nacional, generacional e individual, una de cuyas representaciones estuvo dada entonces en la diáspora de jóvenes hacia el mundo en busca de mejores horizontes.
Salidos que fuéramos del pozo institucional en que estábamos sumergidos y que amenazaba derrumbarnos en función país, alentados por el fin de la letal postración económico financiera que habíamos sufrido, entendimos-aunque con la prevención lógica «por lo que puede venir»- que había que adecuarse y convivir con los «nuevos tiempos» que se muestran, atrevidos y con fruición, en los medios masivos de comunicación, vidriera adecuada de exhibición y, a la vez, espiar patrones de conducta que se van generando a nuestro alrededor, para, sobre ellos, ir construyendo un andamiaje adecuado a los momentos que se viven, con la pesadumbre sin olvido de las experiencias vividas que demuestran cabalmente la fragilidad de tiempos y situaciones.
Adecuarse a los nuevos tiempos aparece como privilegio de las estructuras sociales, institucionales, políticas y económicas teniendo como parámetro lo que sucede a nuestro alrededor y a la vez pretender consolidar fragilidades y restaurar ideologías no es tarea fácil, sobre todo teniendo en cuenta que cuando se pregonan momentos de cambio, todo vale, lo que trae aparejado el debilitamiento de instituciones y leyes que, solamente con un encendido y repetido criterio republicano se pueden sostener.
Como lo ha repetido la historia en procesos ocurridos en el mundo, semejantes a aquellos que vivimos entonces, la reconstrucción deja al desnudo falencias de ayer y de hoy y en el quehacer de solucionarlas el terreno se muestra propicio para toda suerte de desborde pasional que puede abrirse en varios frentes, no faltando por cierto las trasgresiones que también se presentan en abanico, no sin olvidar la fructificación de las desmedidas ambiciones materialistas que pueden renacer.
Y en tren de señalar ambiciones materialistas la corrupción es un mal mayor que pareciera extenderse cada día más, algo así como una epidemia que arrasa estructuras personales y grupales y que necesariamente atenta contra todo empeño de reconstrucción, pero va más allá aún, por que destruye al individuo que, de esta forma, reniega de su autoestima, desviando en su provecho económico o de otra índole aquello que no le corresponde y que, confiadamente, le fuera puesto a su custodia.
La proliferación de casos de corrupción que se conocen -y ahora recordamos al laureado escritor, Hugo Amable, y su creación, el «telégrafo tacuapí», por el «decir que dicen», y que no se denuncian en un mundo en que cada vez pesan más las influencias y el «sálvese quien pueda» para sobrevivir, es cada vez mayor y debilita todo intento de reconstrucción, no solo del tejido social, sino del institucional.
Y en este, como en los otros casos de transgresiones, volvemos a señalar a la contemporaneidad, motivo de esta nota, porque en el afán de mirar a su alrededor para tomar posiciones, ésta, la de la corrupción, extendida, lima posiciones intransigentes y vocaciones republicanas y se perfila como algo repetido, siendo ese el caldo de cultivo que buscan abonar tanto los que tientan como los que se tientan en este juego perverso de torcer conductas y escalar posiciones.
Otro de los casos que compromete a la ciudadanía -autoridades y pueblo- es el de la pobreza, de la miseria, que asoma a diario. No basta con que los medios de comunicación se ocupen con fruición del tema. Sucede que en éste, como en el otro caso planteado, lo contemporáneo utilizado como descargo de conciencia, nos lo presenta como algo insoluble aunque en este sentido es justo reconocer que se asiste a un brote de corrección de conductas.
Es cierto que es corriente, es cierto que es difícil de solucionar pero… y aquí acudimos a un regionalismo que siempre nos asombró, por esa su capacidad de expresarse y muy bien en una sola palabra… ¿será?
Sin embargo ha sido ¿sigue siendo? a lo largo y a lo ancho del país, sobre todo del país central, donde se ha dilapidado dineros sin ningún prurito, (¿exageramos?) dineros que tanto servirían para paliar pobreza, para paliar miseria.
Y bien, adjudicamos a la palabrita en cuestión la responsabilidad de ser utilizada como analgésico en mentes «confundidas o distraídas».
Cierto es que Misiones, y en esto lidera Oberá, recibió un legado muy especial de los colonizadores inmigrantes que ayer nomás vencieron al bosque y fundaron heredad y que cuenta con tantos ejemplos notables de conducta lo que, reiteramos, es un conglomerado humano que tiene una constitución social distintiva provincial en el que los hijos o nietos de inmigrantes y criollos sienten con pasión ciudadana el llamarse misioneros, hay lugar sin duda para que razonamientos como éstos lleven a la gente a comprender que lo contemporáneo es una herramienta imprescindible para el trajinar ciudadano, pero debe ser acompañada de una visión retrospectiva al rico pasado que nos legaron y que no debe dormir en saco roto, de tal suerte que, con ese auxilio, la reconstrucción ciudadana pueda ser de real y de verdadera utilidad para una provincia que, social y culturalmente, está dando muestras de un equilibrio y madurez, algo que es digno de destacarse.
Por supuesto que la consigna debiera ser vivir en el tiempo y época que nos tocó en suerte, sabiendo desechar, aunque esté extendido, todo aquello que va contra nuestra conciencia, nuestra responsabilidad o nuestra conducta.