El obereño, quien participó en salto con garrocha en México 1968, repasó aquella experiencia inolvidable en su trayectoria y la historia del deporte misionero.
Desde el corredor se observa una postal espléndida del centro de la ciudad, a cuatro kilómetros de la chacra situada en el punto más alto de Oberá. Eric Barney, el anfitrión, charla y supervisa las tareas de renovación del cableado eléctrico de la casa que su padre construyó en 1948.
A sus 80 años, el histórico primer representante olímpico que tuvo la provincia de Misiones no para de trabajar y proyectar, como buen ingeniero. Su energía parece contrastar con su edad biológica. Se mantiene ágil, lúcido y activo.
Y no adorna las cosas ni la se cree, como cuando se define como “medio pelo”, a pesar de haber sido un deportista de clase mundial.
Durante la entrevista, una y otra vez surgió la figura de su hermano mellizo Ian, que también se recibió de ingeniero y fue un gran atleta, aunque en 1969 falleció en un accidente automovilístico.
Eric lo recordó varias veces con orgullo, pero sobre todo con amor y admiración, ya sea al evocar las travesuras de la infancia en esa misma chacra como sus logros deportivos.
“Mi hermano era una luz en todo lo que hacía. Era más inteligente y más capaz. Sabía gramática, sabía pintar. Y en los deportes no sé si alguna vez le gané”, dijo emocionado.
En 1965, Eric e Ian Barney protagonizaron una de las mejores páginas del atletismo nacional al consagrarse campeones de salto con garrocha y lanzamiento de la jabalina, respectivamente, en el Sudamericano de Río de Janeiro, Brasil.
Tres años más tarde y a pocos días de recibirse de ingeniero, Eric inscribió su nombre en los Juegos Olímpicos de México 1968 y entró para siempre en la historia grande del deporte de la tierra colorada.
Historia viva
A poco de cumplirse 53 años de aquella verdadera gesta, Eric Barney repasó su estadía en la Ciudad de México, adonde llegó un mes antes para aclimatarse a los más de 2200 metros de altura sobre el nivel del mar.
Eran tiempos de amateurismo en serio, al punto que tuvo que comprarse sus propias garrochas para competir en la máxima cita del deporte mundial.
La primera anécdota tuvo que ver con eso: “Las garrochas no entraban en la bodega del avión que era bastante chico y tuvimos que abrir una ventana. Hoy eso suena una locura, pero fue el propio piloto quien sugirió sacar la ventana del frente para poner las garrochas. Después la cerraron”, aclaró entre risas.
En diálogo con El Territorio, destacó que “competir en las Olimpiadas fue y sigue siendo un premio al sacrificio. Con mi hermano empezamos tarde, a los 21 años. Pensar que mi primer salto de tres metros lo hice acá, en la chacra, con una tacuara”.
Y volvió a recordar a Ian: “En los últimos años de universidad ya no teníamos guita porque acá la yerba no andaba. Entonces mi hermano empezó a trabajar en Eveready y me daba la mitad del sueldo. ‘Vos entrenate’, me decía. Faltaba poco para México y yo tenía que entrenar mucho; por eso él trabajaba y yo entrenaba”.
Un mes y medio antes de viajar se desgarró el aductor y tuvo que parar un par de semanas.
“No le dije a nadie, pero de a poco me fui sintiendo bien y viajé. Allá me juntaba con el alemán (Wolfgang) Nordwig, que ese año ganó la medalla de bronce y en el 72 fue campeón olímpico. Él era muy tímido, no le gustaba la gente y entonces nos íbamos a entrenar a la pista más alejada. Fue una linda experiencia que me sirvió para entrar en ritmo y aprender”, destacó.
Vivencias únicas
A pesar de las limitaciones de entonces, ponderó la posibilidad de haber llegado a México con un mes de anticipación para aclimatarse a la altura, aunque se presentó otro problema con la pista.
“Nunca nos imaginamos que íbamos a tener tanta dificultad para adaptarnos a la pista sintética de tartán. Yo venía de saltar en la ceniza de River, que era una superficie muy diferente. Entrenamos un par de días y tuvimos que parar casi una semana por los dolores musculares, hasta que nos acostumbramos”, rememoró.
En la villa olímpica tenían todas las comodidades, aunque llegado un momento la alimentación se hizo monótona.
“Lo único feo era que toda la comida tenía el mismo gusto. Por eso entrabas al comedor y lo único que querías era comer un buen guiso de arroz tropero”, mencionó con picardía.
Previo a la competencia también hubo tiempo para hacer amistades y compartir con personas de otros países. Los juegos comenzaron el 12 de octubre de 1968.
En este punto, Barney se puso serio y recordó que el 2 de octubre tenía intenciones de asistir a una manifestación estudiantil en la Plaza de las Tres Culturas, donde ese día las fuerzas de seguridad del país azteca asesinaron a entre 300 y 400 personas, según se supo después.
“Siempre me interesaron los movimientos sociales y esa mañana pensábamos ir con una amiga a la plaza, pero la villa olímpica amaneció cercada por el ejército y no nos dejaron salir. Ese día y en las semanas posteriores el gobierno tapó todo porque fue un escándalo. Tiempo después nos fuimos enterando de la cantidad de muertos”, reconoció.
Factor adrenalina
Volviendo a su performance en México, recordó que el día de la clasificación hacía 38 grados y “los medio pelo competimos durante cinco horas a ver si llegábamos a la final, pero los de la elite hicieron sus tres saltos y listo”.
“Llegué a cruzar los 4.90 metros, pero cuando caía toqué la barra con la mano. Pero al otro día estaba destruido, por eso si hubiera clasificado no sé si hubiese estado en condiciones de competir. Por eso digo que era medio pelo”, insistió con la humildad que lo define.
Además ponderó el contexto que lo potenció: “Usé una garrocha para 90 kilos y yo pesaba 75, pero esa vez la adrenalina me permitió usarla. Después nunca más la pude usar. Las marcas no salen sólo por la condición física, sino también por las condiciones excepcionales que se dan en esos grandes eventos por la adrenalina. Cuando estás parado ahí, ante 70 mil personas, sentís ese fuego que te cruza el cuerpo”.
“Las competencias son importantes porque enseñan a controlar los nervios. Siempre pensé que quienes hacen deporte intensivo tienen una gran ventaja por la segregación hormonal al cerebro, lo que luego se empezó a estudiar”, agregó.
Por su notable trayectoria Eric Barney recibió varias distinciones y pusieron su nombre a la pista del Centro Provincial de Alto Rendimiento Deportivo (Cepard).
“Es un orgullo que la pista de Oberá tenga el nombre de Ian y la de Posadas el mío, dos tipos que pudimos llegar a marcas sudamericanas por la disciplina, porque mientras todos salían de joda nosotros entrenábamos y competíamos. La perseverancia hace que un tipo que no es dotado pueda superar al que lo es, porque muchas veces el dotado se duerme en los laureles y el que persevera lo supera”, subrayó con la autoridad de sus propias acciones.
El Black Power y el regalo de Adi Dassler
Charlar con Eric Barney es navegar por un mar de anécdotas, con México como epicentro.
Transcurría el final de los 60, años de mucha ebullición y cambios sociales. En ese contexto, el escenario del Estadio Olímpico fue ideal para exhibir al mundo la protesta de los corredores afroamericanos contra el racismo en los Estados Unidos. Fue así que al subir al podio tras la final de los 200 metros, el ganador Tommie Smith y el tercero John Carlos levantaron sus puños con guantes negros mientras sonaba el himno estadounidense. Una imagen icónica del Black Power (Poder Negro).
“Eso fue inolvidable. La posibilidad de mostrar al mundo lo que estaba pasando con el racismo. Por eso digo que el deporte es muy bueno porque te permite salir y ver un poco el panorama. La gente cree que afuera es todo lindo, pero no es tan así”, analizó Eric.
También recordó que como habla inglés lo contactó Adi Dassler, el fundador de la marca Adidas, para quien ofició de traductor promocionando sus calzados a otros atletas.
“Después me regaló un par de zapatillas que me duraron como diez años”, recordó con admiración al creador de la famosa marca.