En homenaje al Libertador, hemos recorrido minuciosamente nuestro archivo que en el rubro San Martín cuenta con 38 fichas, hasta encontrar esta perlita en estilo periodístico informativo, que nos permite conocer la casa en que murió el prócer, así como el entorno en el que vivió sus últimos años de vida y, finalmente, cómo pasó el día 17 de agosto de 1850 en Boulogne-sur-Mer hasta la hora del desenlace fatal.
San Martín, al decir de Alberdi, se curaba andando. Su estada en Europa, entre 1824 y 1850, fue un viajar constante por Inglaterra, Bélgica, Francia, Italia y España, donde vivían sus hermanos. La mayoría de las fuentes termales lo conocieron. Viviendo en Grand Bourg, cerca del Sena, sobre el que había tendido un puente de hierro su amigo el banquero Aguado, que habitaba en la otra orilla, para ir a verlo, es de suponer que San Martín, escapando al huerto en que cultivaba zapallos, melones y batatas y otros productos americanos poco comunes en Europa, debía mensurar el campo y los caminos afines en esos paseos  graves en que la melancolía desangra  a los expatriados. Los héroes del Imperio, en el destierro, usan levita larga, galera alta, corbatín y la vista baja, como Napoleón en Santa Elena. San Martín se caracterizó en cambio, por la tesura de su cuerpo enhiesto que lo hacía aparecer más alto de lo que en verdad era, imprimiendo al mismo tiempo a su persona una modestia que lo hacía pasar inadvertido. Mucho antes que el olvido de su patria y de su continente le alcanzara, se puede afirmar que San Martín se había olvidado de sí mismo. Nunca llamó a ninguna puerta y, escapando al espectáculo de una guerra civil que lo apesadumbraba, se instaló en Boulogne-sur-Mer, situación estratégica para pasar a Inglaterra si la guerra se generalizaba. Debía conocer probablemente a don Adolfo Gerard, y en casa de éste, bibliotecario de la ciudad, alquiló un departamento de tres piezas, dos a la calle y una sobre el jardín, donde se instaló el 21 de febrero de 1849, aunque, por la cabecera de la última carta que escribió a Rosas, se hallaba ya en Boulogne el 2 de noviembre de 1848.
Entre esta fecha  y el día de su muerte ¿Cuál fue su vida, viviendo como desterrado en la misma casa en que muriera y sufriendo en ese rincón del mundo el viento, la borrasca, la niebla y el frío implacable de una latitud que no ha sido nunca sudamericana, hijos ambos de aquellos españoles que, según decía Alberdi, no pudieron colonizar abajo del grado 42?
La casa en que vivió San Martín queda en lo que fue alguna vez la calle elegante de la ciudad, trazada sobre esos acantilados de tierra desmoronados que al caer alejaron el mar dos kilómetros. Al frente de su casa, San Martín tenía los muros de la ciudadela de Boulogne. Sobre esas fortificaciones pasa un amplio camino de ronda bajo árboles centenarios, y que ha sido siempre el derrotero espiritual de los ancianos  y de los desterrados. En el invierno, el sol parece detenerse y acariciar  a los viejos y a los niños sobre los terraplenes que dominan la campaña. Un río pasa al oeste, en el bajo, una importante fortaleza cierra la vista al este. Este paseo de ronda fue sin duda alguna para el anciano enhiesto y altivo que se curaba caminando el itinerario sentimental e histórico que lo arrancaba a la actualidad, acercándolo al pasado, desde este camino- observatorio se veían las formas del mar, los campos labrados, las colinas del Artois y los techos rojizos de Boulogne.
El 2 de noviembre de 1848 escribía a Rosas la última carta de su puño y letra. El 5 del mismo mes era a una mano ajena a quien dictaba una carta para el general Pinto. Las cataratas lo habían enceguecido. Esperaba la primavera de 1849 para operarse. ¿Se operó?… No lo creemos. Aquel halo blanco que descubrió Sarmiento alrededor de sus pupilas negras habían enternecido los ojos, y el daguerrotipo de 1848 fue apenas entrevisto por el actor que no lo comentó como acostumbraba hacerlo con los otros retratos menos “físicos”, de Chile, de Perú y de Bruselas. El artículo necrológico de Gerard, no aporta luces sobre la vida de San Martín en Boulogne. Se deduce que vivía modestamente, haciendo caridades a los pobres, pues a pesar de la leyenda de pobreza que orla su destierro, San Martín debía poseer dinero para vivir desahogadamente. Al dejar Buenos Aires vendió la casa de la calle Bolívar, al lado del Cabildo, que le habían regalado por suscripción popular, vendido la chacra de Mendoza y la hacienda; poseía una casa de renta en el centro de París, rue Neuve Saint Georges, las alhajas y títulos del legado que le dejara su amigo Aguado, nombrándolo albacea; el Perú le pagó casi sin interrupción sus sueldos de general y Chile en 1843 le reconoció lo que le adeudaba y Mariano Balcarce, encargado de negocios, casado con su hija Mercedes, compartía los gastos de la casa, habiendo heredado además, de su esposa Remedios de Escalada, bienes que administró mientras fuera soltera su hija.
Era un extranjero más, en ese momento en que, viajándose muy poco, la ciudad de Boulogne fue el punto de cita de los elegantes. A ella venían a parar los primeros bañistas de mar. A San Martín, allá por 1834, le habían hecho bien para sus dolores nerviosos de estómago ya que los baños de mar y el aire salino de Boulogne eran ya célebres entre los médicos del Imperio. En la segunda semana del mes de agosto de 1850 se cuentan más de 20.000 extranjeros en Boulogne, lo que es enorme para la época. La crónica social señala la presencia del príncipe de Varsovia, de la princesa de Croy, de la condesa de Cartagena, de los condes  de Binneca, Beaumont, Fleury, los Murat-Bonaparte, etc.  Boulogne es un descanso predilecto, en la ruta Londres a París.    Dos días antes de morir San Martín “L’Impartiel” refleja la atmósfera social en que cerrará sus ojos el libertador de América. Trae las últimas noticias que oirá, el acontecimiento principal de la semana es la fiesta que en la plaza des Tientelleries, a espaldas de la casa de San Martín, preparaba en su beneficio la “Sociedad Humana”.
Son las dos de la tarde de ese día memorable en que la ciudad se apresta para la fiesta, y un calor sofocante, pocas veces sentido, anuncia la tempestad. San Martín al lado de la ventana abierta, mira, sin ver, tal vez, la calle caldeada. Su hija está al lado suyo con dos nietos y una hermana  de Balcarce. De pronto las niñas señalan en la calle a un grupo de curiosos que rodea a un caballo caído. Es un  hermoso caballo de raza que subía la cuesta de la calle empinada, rumbo al hipódromo. El calor ha acelerado  el fin de un aneurisma prematuro. Los comentarios de los curiosos suben hasta el departamento de San Martín. La ola de calor parece enrarecer el aire. San Martín se siente mal y pide a su hija lo recuesten en la cama de ella, que está a pocos pasos. Sin volver en sí, el Libertador se muere. La aorta ha cedido.
El 17 de agosto de 1850 fue  un  día nefasto en la ciudad de Boulogne. La naturaleza y los hombres  se asociaron sin  saberlo al duelo de la América. El sábado 17, dice el diario “L’Observateur” ha sido un naufragio para el teatro y para la “Sociedad Humana”, el mal tiempo mató a uno y al otro.
He aquí reflejado tímidamente el ambiente provinciano, oscuro y distante en que cerró sus ojos, lejos de su patria, un hombre no menos grande que Washington. Los diarios locales anunciaron su muerte recién ocho días después. Embalsamado el cuerpo, lo guardaron entre dos cajones de plomo, uno de pino y otro de cedro. Diez personas, apenas, asistieron a su entierro. Depositáronlo en la cripta de una  Iglesia.  Y en el registro de ella se recuerda que la hija de San Martín, en memoria de su padre, entregó 400 francos para ser distribuidos entre los pobres de la ciudad. (Reproducción adaptada de la nota del vizconde de Lascano Tegui, editada en Boulogne-sur-Mer, publicada en 1931 en la revista  “Caras y Caretas”)

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Categorías: Columnas de Opinión
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