Agenda cultural
   Retomando la lectura de los libros que se presentaron en la 40 Edición de nuestra Feria, esta vez me encuentro con un libro de poesías que preferentemente habla de El Soberbio y de una mujer poeta que le canta a la gente, al paisaje, y especialmente a la familia.
   Su autora, Catita Argañaraz, una mujer que tuvo su lugar en la política misionera, al igual que su padre y hermano, de quienes aprendió la excelencia del buen actuar. Pero “Catita” es el apodo de Catalina, y no puedo dejar de pensar en ese nombre tan dulce que lo llevó una tía, mi hermana mayor y se repitió en  mi última nietita. Tengo mis “Catalinas”  y si bien no es modo de empezar a comentar un libro, no pude pasarlo por alto, porque una de mis mágicas ideas  es considerar que los nombres no se ponen al azar, y que por algo impactan… (como dije “mágica” idea).
   Catita pone el título a su libro Abuelo del río, que es el título de la poesía que da comienzo al libro. La que alude seguramente a su abuelo a quien se le van los años y confiesa la nostalgia que siente de tiempos vitales, de intensos momentos. El silencio va creciendo a orillas del río, y él sonríe y recuerda, y sus labios se mueven modulando plegarias; el ruido del agua es el salvavidas de su soledad. Bellas frases de una sentida poesía.
   Pero Catita  sigue rescatando sus amores, a su papá, Don Alfonso, cuyo mayor legado es la devoción por el trabajo, los sabios consejos, la nostalgia que él sentía por su Provincia natal a pesar de sentirse parte de El Soberbio, y de haber puesto todo su empeño en esa localidad. María Elena es la mamá estrella, la mamá refugio, la mamá que se extraña. Alfonso ya es nostalgia, ausencia dolorosa. Entonces ella dice que a pesar de la tregua que le da la vida hay que “llenar los espacios de ese tiempo que inexorablemente pasa y que no vuelve”. Por eso en la próxima poesía se mete de lleno en su infancia vivida en ese mismo pueblo “de inolvidables calles pedregosas y de tierra colorada”. Eran  los tiempos de reir y jugar libre de miedos, de aventurarse metiéndose en las canaletas llenas de agua torrentosa que formaba la lluvia a orillas del camino, tiempo donde el monte se hacía copla y brillaba con luciérnagas y se llenaba de ruidos muy singulares y simples como los de los grillos y cigarras y los violines afilados de la langosta. Catita sigue el recorrido familiar y escribe una Oda a la abuela Teófila “Allá tan lejos en el tiempo/ la veo andar mirando el río/ desde su patio inmenso/ y limpio, desde la sombra/ de los nísperos y el caqui”. Catita la recuerda plena de coraje  y de gestos solidarios. Por último un recuerdo para su hermano Ricardo que la impulsó a publicar este libro testimonial.
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Categorías: Columnas de Opinión
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