La Iglesia, como Madre, debe sentirse a sí misma como Iglesia  sin fronteras, Iglesia familiar. Hoy reflexionaremos, más en particular, sobre los enfermos, porque las pruebas a las que está sometida la salud, son hoy, como en el pasado, de notable importancia en la vida humana. La Iglesia no puede menos de sentir en su corazón la necesidad de la cercanía y la participación en este misterio doloroso que asocia a tantos hombres de todo tiempo al estado de Jesucristo durante su pasión. La Iglesia ha hecho una opción por la vida. Esta nos proyecta necesariamente hacia las periferias más hondas de la existencia: el nacer y el morir, el niño y el anciano, el sano y el enfermo. San Ireneo nos dice que «la gloria de Dios es el hombre viviente», aun el débil, el recién concebido, el gastado por los años y el enfermo.
   Cristo envió a sus apóstoles a predicar el Reino de Dios y a curar a los enfermos, verdaderas catedrales del encuentro con el Señor Jesús (D A 417).  En el mundo todos padecen algún quebranto en su salud, pero algunos más que otros, como los que sufren una enfermedad permanente, o se hallan sometidos, por alguna irregularidad o debilidad corporal, a muchas molestias. Basta entrar en los hospitales para descubrir el mundo de la enfermedad, el rostro de una humanidad que gime y sufre. La Iglesia no puede por menos de ver y ayudar a ver en este rostro los rasgos del Cristo paciente; no puede por menos recordar el designio divino que guía esas vidas, en una salud precaria, hacia una fecundidad de orden superior. No puede por menos de ser una Iglesia compasiva: con Cristo y con todos los que sufren. Jesús manifestó su compasión para con los enfermos, revelando la gran bondad y ternura de su corazón, que le llevó a socorrer a las personas que sufrían en su alma y en su cuerpo, también con su poder de hacer milagros (Lc 5, 15). Con su empeño por librar del peso de la enfermedad a los que se acercaban a Él, Jesús nos deja vislumbrar la especial intención de la misericordia divina con respecto a ellos: Dios no es indiferente ante los sufrimientos de la enfermedad y da su ayuda a los enfermos, en el plan salvífico que el Verbo encarnado revela y lleva a cabo en el mundo.
   Desde el inicio de la evangelización, se ha cumplido este doble mandato. El combate a la enfermedad tiene como finalidad lograr la armonía física, psíquica, social y espiritual para el cumplimiento de la misión recibida.  En efecto, Jesús considera y trata a los enfermos en la perspectiva de la obra de salvación que el Padre le mandó realizar. Las curaciones corporales forman parte de esa obra de salvación y, al mismo tiempo, son signos de la gran curación espiritual que brinda a la humanidad. «Para que sepan que el Hijo del hombre tiene en la tierra poder de perdonar pecado -dice al paralítico- :`A ti te digo, levántate, toma tu camilla y vete a tu casa´» (Mc 2, 10-11). Jesús cura a los enfermos con miras a ese don superior, que ofrece a todos los hombres, es decir, la salvación espiritual (C. I. C. 549).  (Juan Pablo II, Creo en la Iglesia pág. 466-468).
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Categorías: Columnas de Opinión
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