Todo cristiano está llamado al apostolado (AA. 16). Todo laico está llamado a comprometerse personalmente en el testimonio, participando en la Misión de la Iglesia. Esto implica una convicción personal, que brota de la fe y del sentido de Iglesia que la fe enciende en el alma. Quien cree y quiere ser Iglesia, no puede menos de estar convencido de la “tarea original, insustituible e indelegable” que cada fiel “debe llevar a cabo para el bien de todos” (Ch L. 28).
Muchas son las posibilidades de compromiso, especialmente en los ambientes de la familia, el trabajo, la profesión, los círculos culturales y recreativos, etc. ; y muchas son también en el mundo de hoy las personas que quieren hacer algo para mejorar la vida, para hacer más justa la sociedad y para contribuir al bien de sus semejantes (Juan Pablo II). Cuando Jesús llama a los suyos para que lo sigan, les da una consigna, les da un encargo muy preciso: anunciar el evangelio del Reino a todas las naciones (Mt 28, 19; Lc 24, 46-48). Por esto, todo discípulo es misionero, pues Jesús lo hace partícipe de su misión, al mismo tiempo que lo vincula a Él como amigo y hermano (Juan Pablo II, Creo en la Iglesia pág. 447s). Benedicto XVI nos recuerda: “El discípulo, fundamentado así en la roca de la Palabra de Dios, se siente impulsado a llevar la Buena Nueva de la Salvación a sus hermanos… El discípulo sabe que sin Cristo no hay luz, no hay esperanza, no hay amor, no hay futuro” (D Inaugural 3, V Asamblea General del Episcopado Latinoamericano, Brasil). Al respecto, la Iglesia tiene la misión de ayudar a los hombres a orientar todo el orden temporal y a dirigirlo a Dios por medio de Cristo (A. A. 7). Es preciso recordar, ante todo, que los laicos están llamados a contribuir a la promoción de la persona, hoy especialmente necesaria y urgente. Jesús salió al encuentro de personas en situaciones muy diversas: hombres y mujeres, pobres y ricos, judíos y extranjeros, justos y pecadores…, invitándolos a todos a su seguimiento. Hoy sigue invitando a encontrar en Él el amor del Padre. Por esto mismo, el discípulo misionero ha de ser un hombre o una mujer que hace visible el amor misericordioso del Padre, especialmente a los pobres y pecadores.
Al participar de esta misión el discípulo camina hacia la santidad. Este camino atañe a la dignidad personal, que exige “el respeto, la defensa y la promoción de los derechos de la persona humana. Ante todo, el reconocimiento de la inviolabilidad de la vida humana. En esta defensa de la dignidad personal y del derecho a la vida tienes una responsabilidad especial los padres, los educadores, los agentes sanitarios y todos los que poseen el poder económico y político” (Ch L, 38). Entre los derechos de la persona, que es preciso defender y promover, se encuentra el de la libertad religiosa, la libertad de conciencia y la libertad de culto (Ch L 39). Los laicos están llamados a comprometerse en la vida política, según sus capacidades y las condiciones de tiempo y lugar y han de unirse a los esfuerzos de la sociedad para restablecer la paz en el mundo, para hacer realidad la paz dada por Cristo Jn 14, 27; Ef 2, 14). Como laicos cristianos, son en el mundo expresión de la Iglesia que pone en práctica la doctrina social, pero deben ser conscientes de su libertad y responsabilidad personales en las cuestiones opinables, en las que sus decisiones, aunque han de estar siempre inspiradas en los valores del evangelio, no se deben presentar como únicas posibles para los cristianos. Tal respeto es una exigencia de la caridad.
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