Siguiendo con los recuerdos de los curas de mi infancia, además de Don Rollino y Don Solimano, de los que ya hablamos en el encuentro anterior, durante mi niñez en la Parroquia de Santa Margherita vivían otros sacerdotes, la mayor parte de los cuales frecuentaban el negocio de mi mamá en horas distintas, tal vez esto se debía a que no eran muy amigos entre ellos.
   De mañana solía venir Don Molfino, que era el organista de la Catedral, excelente músico, no sólo conocedor de la música litúrgica sino también de la clásica, especialmente de los años de oro de la música alemana, francesa e italiana. Mirando su aspecto poco curado y sus manos regordetas no se las podía imaginar produciendo melodías tan maravillosas y variadas.
   Raramente usaba la partitura escrita; tocaba de memoria Bach, Beethoven, Litz, o Gluck y todos los italianos.
   Desgraciadamente con el tiempo se dedicó a la bebida y esto era el motivo por el cual viniera al negocio de mamá sólo de mañana cuando estaba sobrio. De tarde hacía visitas a toda la hostería del pueblo; pero la cosa que llamaba la atención era que, a pesar de todo, siempre las teclas del órgano de la Catedral se movían armoniosamente bajo sus dedos en la forma correcta y las notas jamás perdían su justo valor. Yo creo que las autoridades eclesiásticas del momento no comprendieron el valor artístico con el cual habrían podido contar y lo dejaron a la protección de la Madonna de la Rosa. Vivía en la casa parroquial con una de sus hermanas, que a nosotros chicos nos parecía una bruja.
   Otro cura era Don Comotto, que no vivía en la casa parroquial, sino en un chalet cerca de la escuela de la Virgen del Carmen, donde nosotros estudiábamos.
   Tenía como ama de llaves a Palmira Gandolfo, de buena familia, que tenía un hermano secretario municipal, que en el mes de vacaciones viajaba por todo el mundo y le mandaba tarjetas a mi mamá.
   Don Comotto fumaba cuatro o cinco paquetes de cigarrillos por día y visitaba el negocio de mi madre de vez en cuando; solía contar episodios de su vida eclesiástica y de la vida de sus colegas «santos» o «sabios», con una ironía que hacía reír a todo el mundo. Él se había recibido de Doctor en Letras junto a Agostino Queirolo en la Universidad de Génova, del que escribí el año pasado y con el cual la relación no era buena, por lo poco que podía entender de lo que le contaba a mi mamá. Yo lo admiraba porque dirigía todos los ritos de Semana Santa en la parroquia de la Madonna de la Rosa, y llegado a las «lecciones» no cantaba una selección de ellas, como se hace hoy día, sino que las cantaba todas y en latín, con la voz ronca de fumador y sin mirar el texto. Cuando murió de muerte improvisa, se propagó la voz de que murió en la cama de la Palmira; y recuerdo también la seca contestación de mi mamá: «Y qué quieren ustedes, que lo dejaran en el suelo muerto?». Con esto acallaba las habladurías de sus amigas y no le importaban las miraditas de ellas.
   Además de estos curas que frecuentaban la confitería de mamá, había otro de una antigua familia del pueblo, que creo era muy rica: Moseñor Costa, del cual solo recuerdo que era petizo y gordo, que tenía una capilla en el cementerio en la cual había hecho poner una estatua, que lo representaba tal cual era y sobre el pedestal había hecho esculpir la fecha de su nacimiento, dejando en blanco la de su muerte, convencido seguramente que nadie le elevaría un monumento a su muerte, pero la fecha seguramente alguien se la pondría.
   Además de las Parroquias había un convento con la Iglesia de los Franciscanos muy cerca de mi casa; entre los frailes recuerdo alguno: el Padre Urbano que tenía fama de ser muy severo con las confesiones; el Padre Juan que dirigía el coro femenino, era muy querido, pero a mí me daban miedo sus manos huesudas que me parecían enormes; y por último recordaré a fray Yoana, un napolitano con una larga y maravillosa barba gris; no era sacerdote, era el limosnero del convento. Todos los días, después de su gira por el pueblo recogiendo los dones para el convento, antes de volver allí, pasaba a saludar a mi mamá, a la cual contaba los hechos del día referentes a su trabajo y ponderaba la bondad de la gente que siempre lo recibía bien.
   Un día llegó más contento que nunca para contarle a mi mamá los hechos del día. Mamá escuchaba como siempre con simpatía al fraile. Yo, que habré tenido cuatro o cinco años, no entendía todo lo que decían pero me gustaba el tono de su habla tan distinta del genovés y el movimiento de su espléndida barba.
   Un día todo contento, le contó a mi mamá, que unas chicas, que vivían al final del porticato de la plaza en una casa sobre la escalinata que llevaba a una calle secundaria desembocante en la plaza del convento, habían arreglado maravillosamente un antiguo nicho de la virgen, limpiándolo, poniéndole encajes y flores frescas. Cantaba loas de las chicas y de sus obras piadosas. Mi madre se mostró algo extrañada, pero no hizo comentario alguno sino que le dijo al fraile que era mejor que volviese al convento por el camino del mar, porque era más seguro, y siguieron hablando; pero yo no entendí nada de la conversación, por otro lado tampoco me interesaba porque la subida que describía el fraile estaba afuera de los límites que habían sido puestos a nuestra pandilla.
   Más tarde supe que las «niñas», que el fraile alababa tanto por sus piadosos arreglos del altarcito de la virgen, vivían «trabajando» en la casa de Citas frente al altar.
   ¿Se lo habrá dicho mi mamá al inocente limosnero?
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Categorías: Columnas de Opinión
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