Haciendo memoria y siguiendo el diario de mi niñez, como ya hemos compartido en este espacio, quiero recordar a los curas de mi pueblo en mi infancia. Su vida, mirada y estudiada desde los más distintos puntos de vista, siempre ha sido más que interesante. Estamos en tiempos donde recordar y contrastar historias de fe, anécdotas, nos pueden aproximar a comprender la vida de estos hombres, consagrados al servicio y a Dios.
Ante todo tengo que dar un rápido mapa parroquial de las 5 parroquias en que se dividía mi pueblo: Santa Margherita – San Giacomo – San Siro – San Lorenzo – Nuestra Señora de Nozarego.
La primera está ubicada en el centro de la ciudad, abierta a la playa principal; en ella se venera a Santa Margherita de Antioquía y a la Virgen de la Rosa. Mientras la primera tiene fecha fija: el 20 de julio, la segunda se festeja el 5º domingo después de Pascua.
San Giacomo (Santiago) comprende toda la zona del puerto. San Siro está en el interior del pueblo, hasta los pies del monte el cual pertenece a la Parroquia de San Lorenzo.
Nuestra Señora de Nozarego, en la parte montañosa sobre el mar de la misma zona.
Las parroquias de San Siro, de Santa Margherita y San Giacomo tienen cada una un Oratorio, donde la Misa se celebraba sólo los domingos. El de la primera está dedicado a San Bernardo; el de la segunda a la Buena Muerte y la tercera tiene dos oratorios: uno dedicado a la Virgen de los Dolores y el segundo a San Erasmo, que es el más antiguo del pueblo, pues su construcción se remonta al Siglo V.
Para completar el cuadro tengo que mencionar otra Iglesia que no es parroquia, sino lugar de encuentro espiritual para todos y pertenece a la orden de San Francisco de Asís; está regida por los Franciscanos y tiene la misma organización interna que todas las cofradías franciscanas del mundo. Desde la plazoleta, sobre la que está la construcción del convento y del templo se ve todo el Golfo Tigulio, desde Riva Trigoso a Portofino.
Nuestra casa y el negocio de mi padre estaban justamente a los pies de la subida que llevaba a un Castillo medieval y al Convento de los Franciscanos.
Mi mamá iba a la Misa allí, mi papá al Oratorio de la Virgen de los Dolores y nosotros a la Parroquia de Santa Margherita, de cuyos curas quiero empezar a hablar hoy con ustedes.
Entre las parroquias había un medieval antagonismo que en parte aún subsiste.
El Párroco de la Parroquia de Santa Margherita era Mons. Rollino, hombre cultísimo, pero muy huraño, nosotros, los niños, le teníamos miedo; yo lo conocí de viejo, poco antes de que se retirara a un anexo del Instituto Cristóforo Colombo, la escuela primaria para varones, que él mismo había hecho construir. Allí se dedicó, hasta su muerte a la redacción del boletín parroquial «El grifón», que había fundado durante sus años de párroco y en cuyas últimas páginas figuraban trozos de la Eneida, que estaba traduciendo él mismo.
El grifón tenía la tapa amarilla y mamá lo coleccionaba; lástima que con los bombardeos durante la guerra desaparecieron.
Mons. Rollino era un conservador bajo todo punto de vista, tanto que cuando se fundó la Acción Católica, no quiso que las reuniones semanales se hicieran en la parroquia y tuvimos que poner como sede el Colegio Nuestra Señora del Carmelo, cuya escuela frecuentábamos la mayoría de los afiliados. Además delegó cargo y organización en el vice-párroco, don Lorenzo Solimano, que le sucedió en la dirección de la Parroquia a su muerte en 1942.
Don Solimano había nacido en San Lorenzo (Fracción de Santa Margherita) el 9 de julio de 1888 en una familia numerosa: 3 hermanas y 5 hermanos. Participó de la Primera Guerra Mundial como radiotelegrafista y en 1924 fue ordenado sacerdote. En 1925 fue enviado como vicario parroquial a la Basílica de Santa Margherita, donde en 1942 fue nombrado Arcipreste.
Fue un incansable trabajador en todos los campos inherentes a su cargo sobre todo a los que se referían a la juventud, al embellecimiento de la Catedral ya sea del punto de vista arquitectónico como del pictórico, y a la atención de los pobres y de los enfermos.
Hago mías las palabras del Obispo en la Homilía que pronunció en su entierro en 1986: «La fidelidad de Mons. Solimano a Su Señor brilla hoy como antorcha que todos debemos seguir; su vida es una lección para los jóvenes y los menos jóvenes, para los sacerdotes y para los que son llamados para otros caminos, pero siempre con el deber de rendir los talentos recibidos de Dios». (Continuará)
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