En el artículo de hoy quiero contarles una historia que tiene que ver con algunos de mis profundos recuerdos y sentimientos… sumándome con esto a las tantas actividades y servicios comunitarios que vemos y escuchamos respecto al cuidado animal. Todos los 29 de abril se festeja en nuestro país, el «Día del Animal».
Esta fecha surge en conmemoración al fallecimiento del Dr. Ignacio Lucas Albarracín. Además de abogado, fue un gran defensor de los derechos de los animales y Presidente de la Sociedad Protectora de Animales. Este hombre junto al ex presidente argentino Domingo Faustino Sarmiento creó la sociedad argentina protectora de animales. Esta historia que les comparto recuerda, a un animalito que siempre le fue fiel al corazón de mi mamá.
Siempre, en el lenguaje común, se identifica al perro con la fidelidad, y así muchísimas historias lo confirman. Mi caso es diferente si hablamos de fidelidad de animales, será porque desde mi infancia vi solo gatos, sea en el negocio de mis padres, sea en las casas de mis amigos. Creía que los perros eran cosa para los ricos que tenían parques alrededor de sus villas y las dueñas solían salir con ellos para llevarlos a pasear a la orilla del mar; y en el verano hasta los hacían sumergirse y nadar, después los envolvían, para secarlos en inmensos toallones como si fueran niños. Nosotros mirábamos estos bichos maravillosos pero después seguíamos jugando con nuestro gatito.
Interesante era el desfile de los perros de raza en el paseo de «Lungomare» mientras el jurado formado por entidades de la ciencia canina, asignaban premios y medallas a los concursantes. Nosotros mirábamos todos encantados pero, al mismo tiempo algo aburridos y con nuestros gatitos en brazos volvíamos a jugar en los jardines públicos.
Se decía que los gatos tienen buena memoria y yo lo creo. Quiero dar aquí un ejemplo gracioso y conmovedor. Mis padres sostenían que las gatas eran mejores para cazar ratones; y una vez un amigo de mi padre nos regaló un gatito negro azabache, con dos hermosos ojos verdes y, como estábamos en el tiempo de la guerra de Abisinia lo llamamos «Tafarina», pero al poco tiempo el veterinario, amigo de mi padre, nos dijo que Tafarina era macho. Nosotros llorábamos porque no queríamos perder tan hermoso gatito. Mi mamá siempre realista, aceptó regalar el gato pero no quería que pasara hambre y decidió regalarlo al carnicero de Portofino, nuestro gran amigo, que prometió a mi mamá de mantenerlo bien. Al año tomó la primera Comunión el hijo del dueño de una gran fábrica de chocolate suizo «Zeda», amigo de mi padre y se decidió el almuerzo a Portofino en un restaurante a cuyo dueño mi mamá había regalado a Tafarina. A penas el grupo desembarcó en el puerto de Portfino, mi mamá vio algo negro que le corría al encuentro «miau, miau» y se subía a su falda. Era Tafarina. Mamá lo tomó en los brazos y por todo el almuerzo quedó firme sobre sus pies como si temiera que levantase y se fuese.
Al atardecer, cuando mamá volvió a casa, vimos un algo negro que se movía en sus brazos: era Tafarina, que nunca más se alejó de nosotros; durmió a los pies de mi mamá y hasta aprendió a cazar ratones.
No recuerdo cuando murió pero nunca la olvidaremos. En cuanto a mamá no quiso más gatos negros, lo que recuerdo es una foto de ella con Tafarina que se perdió durante la guerra en un bombardeo o alguien se la robó para comerlo, como sucedía a menudo durante los años de hambruna que se hacía sentir cada día más intensa, y cada cual buscaba de vencerla en la forma mas simple y menos costosa. Se cultivaba verduras en los jardines públicos en lugar de las flores y las palomas que, desde que yo era niña, adornaban con sus vuelos las plazas y la fuente iban desapareciendo. En el mar no se podía navegar por miedo a las bombas submarinas y lo que se lograba pescar desde la costa eran pescaditos mínimos.
Cada tanto, recordamos a Tafarina. ¿Estará viva aún? difícil pero no imposible. De todas formas nosotros nunca la hemos olvidado.