5. Hace un año, en el Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz «no más esclavos, sino hermanos», me referí al primer icono bíblico de la fraternidad humana, la de Caín y Abel (cf. Gn 4,1-16), y lo hice para llamar la atención sobre el modo en que fue traicionada esta primera fraternidad. Caín y Abel son hermanos. Provienen los dos del mismo vientre, son iguales en dignidad, y creados a imagen y semejanza de Dios; pero su fraternidad creacional se rompe. «Caín, además de no soportar a su hermano Abel, lo mata por envidia cometiendo el primer fratricidio»[19]. El fratricidio se convierte en paradigma de la traición, y el rechazo por parte de Caín a la fraternidad de Abel es la primera ruptura de las relaciones de hermandad, solidaridad y respeto mutuo.
Dios interviene entonces para llamar al hombre a la responsabilidad ante su semejante, como hizo con Adán y Eva, los primeros padres, cuando rompieron la comunión con el Creador. «El Señor dijo a Caín: «Dónde está Abel, tu hermano? Respondió Caín: «No sé; ¿soy yo el guardián de mi hermano?». El Señor le replicó: ¿Qué has hecho? La sangre de tu hermano me está gritando desde el suelo»» (Gn 4,9-10).
Caín dice que no sabe lo que le ha sucedido a su hermano, dice que no es su guardián. No se siente responsable de su vida, de su suerte. No se siente implicado. Es indiferente ante su hermano, a pesar de que ambos estén unidos por el mismo origen. ¡Qué tristeza! ¡Qué drama fraterno, familiar, humano! Esta es la primera manifestación de la indiferencia entre hermanos. En cambio, Dios no es indiferente: la sangre de Abel tiene gran valor ante sus ojos y pide a Caín que rinda cuentas de ella. Por tanto, Dios se revela desde el inicio de la humanidad como Aquel que se interesa por la suerte del hombre. Cuando más tarde los hijos de Israel están bajo la esclavitud en Egipto, Dios interviene nuevamente. Dice a Moisés: «He visto la opresión de mi pueblo en Egipto y he oído sus quejas contra los opresores; conozco sus sufrimientos. He bajado a liberarlo de los egipcios, a sacarlo de esta tierra, para llevarlo a una tierra fértil y espaciosa, tierra que mana leche y miel» (Ex 3,7-8). Es importante destacar los verbos que describen la intervención de Dios: Él ve, oye, conoce, baja, libera. Dios no es indiferente. Está atento y actúa.
Del mismo modo, Dios, en su Hijo Jesús, ha bajado entre los hombres, se ha encarnado y se ha mostrado solidario con la humanidad en todo, menos en el pecado. Jesús se identificaba con la humanidad: «el primogénito entre muchos hermanos» (Rm 8,29). Él no se limitaba a enseñar a la muchedumbre, sino que se preocupaba de ella, especialmente cuando la veía hambrienta (cf. Mc 6,34-44) o desocupada (cf. Mt 20,3). Su mirada no estaba dirigida solamente a los hombres, sino también a los peces del mar, a las aves del cielo, a las plantas y a los árboles, pequeños y grandes: abrazaba a toda la creación. Ciertamente, él ve, pero no se limita a esto, puesto que toca a las personas, habla con ellas, actúa en su favor y hace el bien a quien se encuentra en necesidad. No sólo, sino que se deja conmover y llora (cf. Jn 11,33-44). Y actúa para poner fin al sufrimiento, a la tristeza, a la miseria y a la muerte. (Mensaje del Santo Padre Francisco para la celebración de la XLIX Jornada Mundial de la Paz 1 de enero 2016).

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Categorías: Columnas de Opinión
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