El amor entre el hombre y la mujer Leemos en la primera lectura que el corazón de Dios se entristeció al ver la soledad de Adán y dijo: «No está bien que el hombre esté solo; voy a hacerle alguien como él que le ayude» (Gn 2,18). Estas palabras muestran que nada hace más feliz al hombre que un corazón que se asemeje a él, que le corresponda, que lo ame y que acabe con la soledad y el sentirse solo. Muestran también que Dios no ha creado el ser humano para vivir en la tristeza o para estar solo, sino para la felicidad, para compartir su camino con otra persona que es su complemento; para vivir la extraordinaria experiencia del amor: es decir de amar y ser amado; y para ver su amor fecundo en los hijos, como dice el salmo de hoy (cf. Sal 128). Este es el sueño de Dios para su criatura predilecta: verla realizada en la unión de amor entre hombre y mujer; feliz en el camino común, fecunda en la donación recíproca. Es el mismo designio que Jesús resume en el Evangelio de hoy con estas palabras: «Al principio de la creación Dios los creó hombre y mujer. Por eso abandonará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer, y serán los dos una sola carne. De modo que ya no son dos, sino una sola carne» (Mc 10,6-8; cf. Gn 1,27; 2,24). Jesús, ante la pregunta retórica que le habían dirigido – probablemente como una trampa, para hacerlo quedar mal ante la multitud que lo seguía y que practicaba el divorcio, como realidad consolidada e intangible-, responde de forma sencilla e inesperada: restituye todo al origen de la creación, para enseñarnos que Dios bendice el amor humano, es él el que une los corazones de dos personas que se aman y los une en la unidad y en la indisolubilidad. Esto significa que el objetivo de la vida conyugal no es sólo vivir juntos, sino también amarse para siempre. Jesús restablece así el orden original y originante.
La familia
«Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre» (Mc 10,9). Es una exhortación a los creyentes a superar toda forma de individualismo y de legalismo, que esconde un mezquino egoísmo y el miedo de aceptar el significado auténtico de la pareja y de la sexualidad humana en el plan de Dios. De hecho, sólo a la luz de la locura de la gratuidad del amor pascual de Jesús será comprensible la locura de la gratuidad de un amor conyugal único y usque ad mortem. Para Dios, el matrimonio no es una utopía de adolescente, sino un sueño sin el cual su creatura estará destinada a la soledad. En efecto el miedo de unirse a este proyecto paraliza el corazón humano. Paradójicamente también el hombre de hoy -que con frecuencia ridiculiza este plan- permanece atraído y fascinado por todo amor auténtico, por todo amor sólido, por todo amor fecundo, por todo amor fiel y perpetuo. Lo vemos ir tras los amores temporales, pero sueña el amor auténtico; corre tras los placeres de la carne, pero desea la entrega total. En efecto «ahora que hemos probado plenamente las promesas de la libertad ilimitada, empezamos a entender de nuevo la expresión «la tristeza de este mundo». Los placeres prohibidos perdieron su atractivo cuando han dejado de ser prohibidos. Aunque tiendan a lo extremo y se renueven al infinito, resultan insípidos porque son cosas finitas, y nosotros, en cambio, tenemos sed de infinito» (Joseph Ratzinger, Auf Christus schauen. Einübung in Glaube, Hoffnung, Liebe, Freiburg 1989, p. 73). En este contexto social y matrimonial bastante difícil, la Iglesia está llamada a vivir su misión en la fidelidad, en la verdad y en la caridad. (Papa Francisco, Misa de apertura del Sínodo de la Familia, Ciudad del Vaticano, 04 de octubre de 2015).

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