Vivimos en una ciudad que desplazó al monte, pero el vaho selvático no claudica, permanece agazapado mostrándose aquí y allá, no solo en la vegetación sino en las personas y así, callecitas teñidas de rojo, árboles escapando del asfalto, la orquesta natural de las chicharras de verano, orquídeas en flor prendidas a los troncos, una y otra cascada de agua, el trino de los pajaritos ciudadanos alquilando temporariamente alguna rama con frutitas y cubriendo todo, como en un cuento de hadas, esa luna llena que revienta de luminosidad el paisaje y como pintor en trance nos muestra ante nuestro éxtasis ese otro mundo nocturno iluminado por ella en los espacios donde la luz eléctrica no está de turno.

Verano obereño que ofrece estas alternativas como compensándonos por el calor agobiador que hace funcionar ventiladores o aire acondicionado; que hace visitar saltos y cascadas o sumergirse en una piscina.

Y en medio del éxtasis del paisaje edénico descripto, recostado en una reposera tras habernos zambullido, nos quedamos dormidos y ese vapor del calor “fogoneado” por el fuerte sol y la ingestión de alguna copita cómplice, casi sin sentirlo, nos hizo adormecer, aunque más bien diríamos, dormir, transportándonos a otros escenarios, esos que solo los sueños saben armar y que suelen presentarse mostrándose hasta apocalípticos.

La primera postal nos imaginaba una típica casita de madera misionera, donde -junto al fogón enseñoreado en el suelo- muchas siluetas se recortaban y por turno manos rugosas o nuevecitas se sucedían en tomar el mate que, amigo de malas y buenas, sabe tapar las carencias y aunar voluntades y sentimientos.

La Nochebuena se acercaba y si bien no había platos elaborados, vinos finos ni sidra, olía sabrosa la chipa de Navidad, esa que la dueña de casa supiera hacer con receta propia, que para algo es Navidad y al Niño Jesús hay que celebrarlo como Dios manda y si el rito necesario, aunque pagano, puede que no esté incluido en ese mandato, nadie puede dudar de este acto de amor y fe, pero por sobre todo de agradecimiento por lo poco o mucho que se pudo lograr, también por la salud, por la familia, por la gente.

Despiertos ya del sueño, se nos aparecían caritas blancas y morenas cantando villancicos navideños.

No imaginamos que sucedió cuando volvimos al sueño, se nos cambió el escenario, fue con la segunda postal, allí, como una señal y reconvención, la vida se nos opacó con toda crudeza, aunque manteniendo aquel idílico escenario natural ahora perturbado por la insensibilidad humana, la falta de solidaridad, de interés, por lo que no sea rédito personal.

Postal cruda, sí, la imaginamos impresa en ese laberinto lóbrego que enmarca algunos sueños. En ella se nos mostraba el velatorio de un angelito fallecido por desnutrición, y  muy cerca de su cuerpecito frío, otros cuerpecitos, vivos, sí, pero desnutridos que nos impresionaron.

Un silencio cortante que hasta parecía doler, nos calaba como dedo acusador, que si bien no nos señalaba, se ensañaba con toda una sociedad que pareciera complacerse en cobijar dramáticas diferencias, que ni se inmuta ante el dolor del que nada tiene y se cubre con fáciles excusas utilizando los mil y un vericuetos creados para adormecer conciencias.

Dos postales de la Navidad, dos caras de la vida, a un paso, aquí entre nosotros, una vez despiertos, nos pusimos a pensar en lo que soñamos, no pudimos evitar ese malestar en la boca del estómago, esa rebelión que nos produce el habitar un suelo paradisíaco y a la vez saber que allí nomás a pasitos de la coqueta urbe hay quienes sufren, con ese sufrimiento que ya se transformó en acostumbramiento.

Y mientras pensamos en el porqué, que desde cuándo, que quienes fueron, que la injusticia, en fin todo ese rosario de posibles culpas que solemos buscar afanosamente tal vez para deslindar responsabilidades, tal vez para poder volver a saborear nuestro presente, se nos ocurrió crear la tercera postal.

No haría falta describirla, pero vamos a hacerlo y nos animamos porque esta Capital del Monte que por suerte nos recibió como sus ciudadanos, cuenta con un valioso material humano, impregnado en algunos casos, contagiado en otros  de ese vaho montarás que nos hace fuertes y decididos. Un material humano que vive rodeado de los dones naturales que adornan esta tierra que se ufana en desparramar a diario el legado de su épica colonización inmigrante.

Contamos con el pintor, contamos con el paisaje, así, el cuadro de la tercera postal navideña está perfilado: Una Nochebuena y una Navidad que no se vea entristecida por la trágica miseria, ni por la desnutrición de la gente. Una Nochebuena y una Navidad en que todos los obereños, aquí y allá, nos preocupemos en solidaridad de unos y de otros; en que todos busquemos soluciones a los problemas sociales acuciantes sin mezquindades ni exclusiones y que esta ciudad señera en la provincia destrabe los escollos que cierran los caminos, esos mismos escollos que se fueron colocando injustamente a través del tiempo.

No, no es una utopía, puede ser una realidad que pensamos podrían liderar los dirigentes de hoy con el apoyo de la gente y en apoyo de ella y así, con solidaridad, con dignidad, con trabajo, construyamos esa ciudad donde en cada Navidad se puedan mostrar muchas postales que nos hagan sentir bien, que nos hagan sentir útiles y por sobre todo que nos hagan sentir mejores.

 

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Categorías: Columnas de Opinión
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