A esta altura, resulta una obviedad que la totalidad de las políticas aplicadas por el gobierno de los CEOs tuvo como exclusivos beneficiarios a los representantes del capital concentrado: banqueros, especuladores, agroexportadores, grandes empresas, petroleras privadas, contratistas, productores y distribuidores de insumos energéticos, etc. Si la segunda oleada liberal del menemato y el delarruato excluyó de la prosperidad al 80% de la población, la tempestad macrista o tercera ola expulsó de los beneficios al 99% de los argentinos. Las recetas fueron muy similares: endeudamiento, fuga, dolarización de las tarifas, desregulación del mercado de capitales, reducción de aportes patronales, apertura importadora, ajuste fiscal. Si la convertibilidad se sostuvo en virtud de las privatizaciones y la afluencia de divisas supeditada a los vaivenes de las finanzas internacionales, el macrismo multiplicó los ingresos de apenas el 1% de la población a través de la liberación de los precios y las tarifas, el ajuste de los salarios y la fuga de capitales habilitada por la desregulación total del mercado de cambios. Por cada 100 dólares que entraban a nuestro país, 86 se fugaban.
En ambas experiencias desoladoras se asestó un golpe mortal al entero circuito de la producción local y el consumo interno, con la consecuente quiebra de los establecimientos industriales y la primarización de la economía. Para colmo, el gobierno de Mauricio Macri pactó con el FMI un endeudamiento de inéditas y descabelladas dimensiones que, en el mejor de los casos, iba a contribuir con la reelección del primer mandatario al amortiguar la presión especulativa sobre el dólar, y en el peor escenario, condicionaría por varias décadas las decisiones de un gobierno popular. Los responsables de este despojo de las mayorías infligieron un daño tanto o más severo (o, al menos, más vertiginoso) que el heredado por Néstor Kirchner en 2003: una deuda impagable, una inflación mayor al 50% anual, salarios deprimidos, desocupación en ascenso y, para colmo, un achicamiento del gasto público que lejos de tranquilizar los precios (tal como postula la ortodoxia monetarista), los disparó. Y todo esto, sin mencionar los estragos del otro plan sistemático: espionaje, extorsión, mesa judicial, armado de causas a opositores, alineamiento incondicional con los dislates trumpistas, genuflexión ante las coronas española y británica, venta de armas a la dictadura boliviana, persecución a docentes, periodistas, sindicalistas y abogados laboralistas, celebración de la violencia policial, defensa incondicional de cuanto multimillonario pululara por estas tierras, y siguen las firmas…
Hasta aquí, apenas hemos esbozado un breve cuadro de situación; si bien no se trata de una disquisición estrictamente objetiva (ni podría serlo), sí constituye una conclusión irrefutable: nos basta con revisar los discursos, los documentos, las imágenes y los datos oficiales elaborados por los funcionarios de la gestión macrista para corroborar todas y cada una de las anteriores afirmaciones. Si las decisiones, elecciones, valoraciones y percepciones de una sociedad tuvieran cierta correspondencia con la contundencia de las prácticas y con el registro estricto de los datos que traducen la materialidad del acontecer social, esta banda de mafiosos que usurparon la idea rebelde de Cambio apenas sería respaldada por un diminuto porcentaje de las voluntades. Sin embargo, no sólo cosecharon el 40% de los votos en 2019 sino que también se impusieron en las elecciones legislativas de 2021. Ciertamente, las ecuaciones matemáticas y la racionalidad argumental poco tienen que ver con el modo en que se teje el complejo entramado de vínculos, vivencias, emociones, pasiones y temores. Y justamente por eso, deberíamos detenernos en este punto preciso, pulsar el freno de emergencia (como diría Walter Benjamin), agudizar la vista, predisponernos a una escucha atenta, liberarnos de algunos prejuicios teóricos que nos impiden comprender una coyuntura de inéditos ribetes.
El episodio que nos perturbó durante los últimos días y que originó las reflexiones que estamos compartiendo aquí fue la publicación de una encuesta realizada por la consultora Analogías, sobre 2.661 casos, durante el 23 y 24 de enero pasado. Uno de los indicadores atrajo muy especialmente nuestra atención: sólo el 43,3% de los encuestados respondió que la deuda con el FMI la había contraído el gobierno de Macri. Aun con cierto margen de error inevitable, la encuesta nos sitúa frente al abismo existente entre lo que se sabe o cree y lo que efectivamente sucede. ¿Por qué ocurren contradicciones como esta? ¿Se trata de mera desinformación? Intentaremos una apresurada y discutible aproximación a este problema.
Los humanos –para decirlo brutalmente– no nos relacionamos con el mundo de un modo inmediato sino, por el contrario, valiéndonos de diversas mediaciones, entre las cuales el lenguaje realiza la tarea más productiva y eficaz. Este vínculo lenguaje-mundo supone una simbiosis tan fascinante que algunos filósofos han llegado a con-fundir el uno con el otro, o a postular el carácter semiótico de lo real; mientas que otros cuestionaban la pretendida función medial-instrumental del lenguaje para enarbolarlo como nombre, revelación, destello de lo viviente en el alma humana. De todos modos, en cualesquiera de estas apreciaciones se ponderaba la escucha, los anclajes, las afinidades, los acuerdos que hacen posible la vida con los otros; y aquí, poco importa si se trata de una esencia espiritual que se comunica en la lengua o de una convención social. En las antípodas de estas fugaces detenciones, una semiosis infinita sin amarres ni interpretantes finales, sin la necesidad de hacer justicia con la alteridad y ajena a los pactos societales de convivencia, habilitaría un sinfín de interpretaciones y consagraría la ruptura definitiva entre los signos y sus referentes, el divorcio irreparable entre las palabras y las cosas. He aquí lo que ha llevado al notable pensador italiano Franco Bifo Berardi a designar este tiempo como capitalismo semiótico.
Si a partir de un acontecimiento, discurso, manifestación o dato, cualquier cosa puede ser dicha (e incluso repetida hasta el hartazgo) sin que a dicho desvarío le corresponda sanción social alguna, el valor de verdad de eso que se dice trasciende la referencialidad, el cotejo, la constatación empírica. Este nuevo régimen de veridicción (para decirlo con Foucault) solo se legitima en el bombardeo mediático, la repetición exasperante de una fórmula, la réplica delirante de frases insustanciales que circulan y se reproducen en burbujas cognitivas. Así, la definición sobre lo verdadero ya no se limita a una disputa de poder entre hábiles contendientes (el nietzscheano choque de espadas), sino que descansa en la violenta imposición de un extravío, en la incondicional defensa mediática del disparate. Claro que la contracara de este escenario sombrío es el deseo de no saber, el culto cobarde y perezoso de la ignorancia, un desinterés atizado por el odio hacia toda manifestación popular. Así, para volver a nuestro ejemplo, no solo no sabemos quién contrajo la deuda impagable que nos condiciona y atormenta, sino que, además, no queremos saberlo. Esta decisión absurda, como toda práctica-ritual, no hace más que poner de manifiesto el entramado ideológico distintivo de nuestro tiempo, una argamasa que ya no abreva ni en la moderna hipocresía del ocultamiento ni en el posmoderno cinismo de la exhibición obscena, sino en la siniestra negación de lo obvio, en la reiteración ensordecedora de una ficción post-verdadera que se vive, se experimenta y se reafirma como lo dado, como dato indubitable. Parafraseando a Hegel: si la realidad no se adecua a la racionalidad discursiva que la nombra, peor para ella. El sutil encanto de la ideología ha llegado a un punto tal que ninguna transformación social podrá consolidarse si al mismo tiempo no logramos ponerle un punto de anclaje a una semiosis desbocada, recuperar los pactos discursivos de la convivencia democrática, reponer la palabra política, desarticular a este régimen de veridicción post-verdadero.
POR CLAUDIO VÉLIZ
* El autor es sociólogo, docente e investigador (UBA-UNDAV), director general de cultura y extensión universitaria (UTN) / claudioveliz65@gmail.com
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