En todo lo que hace a la Dignidad de la Persona humana, “Jesús siempre defiende los derechos los débiles y la vida digna de todo ser humano. De su Maestro, el discípulo ha aprendido a luchar contra toda forma de desprecio de la vida y de explotación de la persona humana. Sólo el Señor es autor y dueño de la vida. El ser humano, su imagen viviente, es siempre sagrado, desde su concepción hasta su muerte natural; en todas las circunstancias y condiciones de su vida. Ante las estructuras de muerte, Jesús hace presente la vida plena. ´Yo he venido para dar vida a los hombres y para que la tengan en plenitud´ (Jn 10,10)”. (DA112). Ahora bien, la realidad del sufrimiento, de la enfermedad se ha contado siempre entre los problemas más graves que aquejan la vida humana. Por ello, Jesús sana a los enfermos, expulsa los demonios y compromete a los discípulos en la promoción de la dignidad humana y de las relaciones sociales fundadas en la justicia. “La realidad del sufrimiento está siempre ante los ojos, y a menudo, en el cuerpo, en el alma y el corazón de cada uno de nosotros. Fuera del área de la fe, el dolor ha constituido siempre el gran enigma de la existencia humana. Pero desde que Jesús, con su pasión y muerte, redimió al mundo, se abrió una nueva perspectiva: mediante el sufrimiento se puede progresar en la entrega y alcanzar el grado más elevado del amor (Jn 13,1), gracias a aquél que ´nos amó y se entregó por nosotros´ (Ef 5,2). Jesús mismo, al proclamar las bienaventuranzas, tuvo en cuenta todas las manifestaciones del sufrimiento humano: los pobres, los que tienen hambre, los que lloran, los que son despreciados por la sociedad o son perseguidos injustamente. También nosotros al contemplar el mundo descubrimos muchas miserias, con múltiples formas, antiguas y nuevas: los signos del sufrimiento se ven por doquier.
Por ejemplo, ´En la enfermedad, el hombre experimenta su impotencia, sus límites y su finitud. Toda enfermedad puede hacernos entrever la muerte. La enfermedad puede conducir a la angustia, al repliegue sobre sí mismo, a veces incluso a la desesperación y a la rebelión contra Dios. Puede también hacer a la persona más madura, ayudarla a discernir en su vida lo que no es esencial para volverse hacia lo que lo es. Con mucha frecuencia, la enfermedad empuja a una búsqueda de Dios, un retorno a Él´ (CIC 1500-1501). Por este motivo, Jesús no duda en proclamar la bienaventuranza de los que sufren: “Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados… Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos. Bienaventurados seréis cuando los injurien, y los persigan y digan con mentira toda clase de mal contra ustedes por mi causa. Alégrense y regocíjense, porque su recompensa será grande en los cielos” (Mt 5,5.10-12). Sólo se puede entender esta bienaventuranza si se admite que la vida humana no se limita al tiempo de la permanencia en la tierra, sino que se proyecta hacia el gozo perfecto y la plenitud de vida en el más allá. El sufrimiento terreno, cuando se acepta con amor, es como una fruta amarga que encierra la semilla de la vida nueva, el tesoro de la gloria divina que será concedida al hombre en la eternidad. Aunque el espectáculo de un mundo lleno de males y enfermedades de todo tipo es con frecuencia muy lastimoso, en él se esconde la esperanza de un mundo superior de caridad y de gracia. (Juan Pablo II, Creo en la Iglesia pág. 462-463).