Icono del sitio OberaOnline

De mis recuerdos… La cena de «Los Novios»

Hoy les contaré algo referente a los pocos libros que traje conmigo, cuando por segunda vez vine a la Argentina ya para quedarme: «La Divina Comedia» ilustrada por Gustavo Doré; un pequeño «Evangelio» y «Las confesiones de San Agustín» regalos del cura Párroco de mi Parroquia; «El Ser y la Nada» de Sartre, porque estábamos en pleno Existencialismo y «I promessi Sposi» (Los Novios) de Alejandro Manzoni, que siempre fue mi libro de cabecera.
   Pasaron los años, aprendí el castellano, revalidé mis títulos, me casé, tuve hijos, nietos y ahora tres bisnietos; pero estos libros están siempre a mi lado, a pesar de que mi casa sea ya una gran biblioteca. Ahora llevando a cabo una investigación volví a leer «Los Novios» y encontré algo que me pareció interesante y conmovedor, en una atenta lectura nos encontramos con distintas formas de comer entre los pobres con sus miserables menús y los banquetes de los Señores.
   Ejemplo clásico: el Banquete de Don Rodrigo, interrumpido por la inesperada visita del Padre Cristóforo». Así la describe el autor: «Un gran ruido confuso de tenedores, cuchillos, vasos, platos y sobre todo de voces discordantes que buscaban sobrepasarse las unas sobre las otras. El vino, como se sabe, suelta la lengua, y cada participante quería intervenir en la conversación, que se hacía cada vez más incomprensible.
   El Padre Cristóforo, llegado en plena discusión, tuvo que aceptar sentarse a la mesa y tomar una copa de vino, que sorbió lentamente… para no ofender al dueño de casa, con el cual tuvo, pocos minutos después, en privado, una áspera discusión sobre el accionar de Rodrigo persiguiendo a Lucía.
   Más tarde encontramos a Renzo con Tonio y su hermano, cenando en una hostería del pueblo, «albóndigas fritas» y tomando vino de la casa.
   En Milán, después de haber participado casi involuntariamente al asalto de la «Panadería delle Gracce», Renzo, acompañado por un «falso amigo», cena estofado con uno de los panes recogido bajo la cruz de San Dionisio, que llama «pan de la providencia» y toma 2 frascos de vino antes de acostarse a dormir seguro de no haber pronunciado su nombre. Pero al ser despertado por la policía, y maniatado, después de haberlo llamado por su nombre, que creía no haber pronunciado durante la cena, sale a la calle donde es liberado por los «revolucionarios» del día anterior; huye de Milán hacia Bérgamo a pie. Durante el viaje puede comer, en una pequeña hostería, queso blanco con pan casero (sin vino).
   Llegado al pueblo de Gorgonzola, ve una hostería, entra y pide algo para comer, y medio litro de vino. Es atendido por el dueño pero el autor no explica en que consistía este almuerzo.
   Lo mismo sucede cuando, al final de su viaje hacia Bérgamo, cruzado el Adda, entra en una «hostería para comer algo para arreglarse el estómago», pero no dice cuál es el menú.
   Mientras Renzo pasaba toda esta penuria, Lucía y la madre eran huéspedes de un convento cerca de Monza donde «reinaba» una monja (la Mónaca), que había vestido el hábito contra su voluntad y que había tomado simpatía a Lucía, pero también tenía una relación escondida con uno de los colaboradores maléficos del «Innominato», gran jefe de una banda de malhechores a sueldo.
   Por orden de él, Lucía es raptada y llevada a su castillo, entregada a una vieja sirvienta, a la cual el dueño dio la orden de «tratarla bien». Cosa rara en él.
   En cuanto a la comida que le envía solo sabemos que era «roba buena, exquisita», de aquellas que, dice la vieja, «cuando las personas como nosotros llegamos a probar, nos recordamos para un tiempo. Y el vino de aquél que toma el patrón, con sus amigos…»
   No pudiendo convencer a Lucía, devoró ella parte de la cena y hechada una última invitación a Lucía, se acostó a dormir.
   La conversión del Innominato, su visita al Cardenal y la liberación de Lucía nos lleva a otra comida, la que Lucía degusta en casa del sastre del pueblo, cuya esposa había colaborado en la liberación de Lucía por orden del Cardenal Borromeo de visita al pueblo.
   «Como entrada, la dueña de casa ofrece a Lucía un tazón de caldo capón que estaba hirviendo y que era el centro del menú, en aquel día de fiesta, a pesar de la carestía».
   Mucho después cuando la tremenda peste bubónica ya había llevado al cementerio a la mayoría de los protagonistas de la obra, Renzo vuelve a su pueblo donde, entre los pocos sobrevivientes, encuentra a un amigo de la infancia, que en su honor inmediatamente «pone el agua al fuego y empieza a hacer polenta; pero pronto cede el palote a Renzo y se aleja diciendo: «He quedado solo, he quedado solo!». Vuelve con un pequeño balde de leche, con un poco de carne seca y un par de cestas con higos y duraznos.»
   Se sientan a la mesa, felices de estar juntos después de 2 años.
   El día después Renzo parte hacia Milán, a Monza, vistos panes en una vitrina de panadero, quiere comprar dos. El dueño le indica de no entrar; le entrega los panes con una pala y le hace poner la plata en una taza con agua y vinagre.
   En el Lazzaretto de Milán, Renzo encuentra al Padre Cristóforo que asistía a los enfermos y con él se sienta a comer una sopa y a tomar un vaso de vino. Encuentra a Lucía convaleciente.
   De vuelta de Milán, a su pueblo bajo lluvia, va a casa del amigo donde ayuda a hacer polenta y comiendo, le cuenta sus aventuras y el reencuentro con Lucía y el Padre Cristóforo, y todo lo que pasó y su esperanza en un futuro mejor.
Salir de la versión móvil