En la celebración de hoy, fiesta de Todos los Santos, sentimos particularmente viva la realidad de la comunión de los santos, nuestra gran familia, formada por todos los miembros de la Iglesia, tanto los que somos todavía peregrinos en la tierra, como aquellos inmensamente más, que ya la han dejado y se han ido al Cielo. Estamos todos unidos, todos, y esto se llama la comunión de los santos, es decir, la comunidad de todos los bautizados.
En la liturgia, el Libro del Apocalipsis se refiere a una característica esencial de los santos, y dice así: ellos son personas que pertenecen totalmente a Dios. Los presenta como una multitud inmensa de «elegidos», vestidos de blanco y marcados por el «sello de Dios» (cfr 7,2-4.9-14). Mediante este último particular, con lenguaje alegórico, se subraya que los santos pertenecen a Dios de modo pleno y exclusivo, son su propiedad. Y ¿qué significa llevar el sello de Dios en la propia vida y en la propia persona? Nos lo dice también el apóstol Juan: significa que en Jesucristo nos hemos convertido verdaderamente en hijos de Dios (cfr 1 Jn 3,1-3). ¿Somos conscientes de este gran don? ¡Todos nosotros, hijos de Dios! ¿Recordamos que en el Bautismo hemos recibido el «sello» de nuestro Padre celeste y nos hemos convertido en sus hijos? Para decirlo en modo simple: ¡llevamos el apellido de Dios! Nuestro apellido es Dios, porque somos hijos de Dios. ¡Aquí está la raíz de la vocación a la santidad! Y los santos que hoy recordamos son precisamente aquellos que han vivido en la gracia de su Bautismo, han conservado íntegro el «sello» comportándose como hijos de Dios, tratando de imitar a Jesús; y ahora han alcanzado la meta, porque finalmente «ven a Dios así como Él es».
Una segunda característica propia de los santos es que son ejemplos a imitar. Pero prestemos atención, no solo aquellos canonizados, sino también los santos, por así decir, «de la puerta de al lado», que con la gracia de Dios se han esforzado por practicar el Evangelio en su vida ordinaria. No están canonizados. De estos santos nos hemos encontrado muchos también nosotros; quizás hemos tenido alguno en la familia, o bien entre los amigos y los conocidos. Debemos estarles agradecidos, y sobre todo debemos estar agradecidos a Dios que nos los ha dado, que nos los ha puesto cerca, como ejemplos vivos y contagiosos del modo de vivir y de morir en la fidelidad al Señor Jesús y a su Evangelio. Pero, ¡cuánta gente buena hemos conocido en la vida! Y conocemos. Y nosotros decimos: «pero esta persona es un santo». Lo decimos, nos viene espontáneamente. Estos son los santos de «la puerta de al lado», aquellos no canonizados pero que viven con nosotros. Imitar sus gestos de amor y de misericordia es un poco como perpetuar su presencia en este mundo. Y, en efecto, aquellos gestos evangélicos son los únicos que resisten a la destrucción de la muerte: un acto de ternura, una ayuda generosa, un tiempo dedicado a escuchar, una visita, una palabra buena, una sonrisa… Ante nuestros ojos estos gestos pueden parecer insignificantes, pero a los ojos de Dios son eternos, porque el amor y la compasión son más fuertes que la muerte.
La Virgen María, Reina de Todos los Santos, nos ayude a confiar más en la gracia de Dios, para caminar con impulso en el camino de la santidad. A nuestra Madre confiamos nuestro compromiso cotidiano, y le rogamos también por nuestros queridos difuntos, en la íntima esperanza de reencontrarnos un día, todos juntos, en la comunión gloriosa del Cielo. (Papa Francisco, Rezo del Angelus, Ciudad del Vaticano, 01 de noviembre de 2015).